Dede la Escritura: el Concilio de Jerusalén

Pablo y Bernabé, que, por haber sido enviados, eran apóstoles, se dirigieron a Jerusalén. La ocasión de hacerlo la propició el hecho de que algunos bajados de Judea consideraban que lo primero que habían de hacer los que quisieran ser cristianos, era circuncidarse. Pablo y Bernabé, que habían proclamado la Buena Noticia a muchos paganos, no estaban por la labor, ya que el ser cristiano no llevaba consigo el entrar en la Iglesia de Dios como judío: más bien consideraban que, judíos y paganos, formaban en Cristo un solo Cuerpo, y no había distinciones entre ellos. Al atravesar Fenicia y Samaria, contaron cómo el Señor había abierto camino a los gentiles, y los había llenado de gozo y de paz.

En el Concilio de Jerusalén se celebró en los años 49 ó 50. Allí estuvieron, además de ellos dos, Pedro y Santiago el Justo, entre otros, para dilucidar lo que procedía hacer con los gentiles que deseaban hacerse cristianos. Pedro contó lo que había acontecido en casa de Cornelio y cómo el Espíritu Santo bajó sobre los que allí estaban: de ahí que no procedía imponerles un yugo que ellos mismos no soportaban. Santiago el Justo ve ahí el cumplimiento de las palabras de los profetas, según las cuales, para reconstruir la tienda de David, hay que abrir la puerta a los hombres de todas las naciones, para que el Nombre de Dios sea proclamado y honrado en toda la tierra. Como conclusión del Concilio, se pide a los paganos que se abstengan del culto a los ídolos, de la fornicación, de comer animales estrangulados y de la sangre. La razón de esto último es que consideraban que en la sangre estaba la vida, y que la vida pertenecía solo a Dios.

José Fernández Lago