Intervención de Mons. Barrio en la Cope: 2 de marzo de 2018

 

Entre las lecturas que nos propone la Liturgia para este III Domingo de Cuaresma figura aquella de la I Carta de San Pablo a los Corintios en la que habla de los signos que exigen los judíos, de la sabiduría que buscan los griegos y del centro y eje de la fe para quienes nos confesamos cristianos: Cristo crucificado. En medio de una sociedad que es capaz de diseñar instrumentos tecnológicos que cada año avanzan más en prestaciones, operatividad y rapidez de comunicación, que nos ofrece robots sofisticados que realizarán tareas hasta ahora impensables, que propone automóviles sin conductor o viajes interplanetarios a un medio plazo que los más jóvenes quizá vean, el misterio y la grandeza de Cristo siguen confundiendo: “escándalo para los judíos, necedad para los gentiles”.

Hoy como ayer, y como será también mañana, el ser humano busca el sentido de la vida. Esa inquietud forma parte constitutiva de nuestro ser de personas, de nuestra condición humana. Va más allá de la búsqueda de un sentido genérico de la historia colectiva. Es la tarea personal, íntima, intransferible, de explicar el origen y la finalidad de nuestra existencia concreta: saber de dónde venimos, por qué existimos y qué va a ser de nosotros.

Nadie nos va a sustituir en esa tarea: ni los robots ni los más complejos artificios digitales. A medida que el tiempo pasa por nuestras vidas nos percataremos de que lo pasado no va a volver y de que lo venidero también en nuestra peregrinación terrena acabará. De ahí la importancia de llenar de sentido la vida, de organizar bien las prioridades y resituar lo que el propio paso del tiempo va convirtiendo en accesorio o en importante. Perder el tiempo, en ese sentido, es un poco estar perdiendo la vida…

Pues bien, el Apóstol Pablo nos invita a confiar profundamente en Cristo que nos llama, que nos conoce mejor que nosotros mismos, pues sabe bien “lo que hay dentro de cada hombre” (Jn 2, 25), y que se convierte así para quien le acoge en “Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. Como bautizados tenemos el compromiso de proponer a esta sociedad el plan de Dios para el hombre. Un plan que, pasados los siglos, sigue siendo el de liberarnos de los ídolos y de todo aquello que nos impida alcanzar la misericordia y gozar del amor de Dios Padre.