María, mujer de la última hora

«En la hora de nuestra muerte».
En latín, en gregoriano, suena mejor. Sobre todo cuando el Avemaría se canta.
Parece, entonces, que la corriente melódica avanza por un estuario de ternura y concentra, en las últimas cuatro palabras, las súplicas más sangrantes del hombre.
«Ahora y en la hora de nuestra muerte».
No suena con fuerza menor en nuestra lengua, sobre todo cuando es el pueblo, los pobres, al irrumpir las sombras de la tarde, el que recita el Avemaría en los bancos de una iglesia al compás del rosario.
Parece un compás monótono, pero de lo profundo de esas palabras brotan hilos que evocan sensaciones intraducibles, que no se sabe si te hacen percibir la diferencia entre lo temporal y lo eterno o te retrotraen a los espacios de un pasado remoto cargado de recuerdos.
Lo cierto es que, conforme se van repitiendo esas palabras, la mente se llena de imágenes dulcísimas, entre las que predomina la suya, la de la otra madre, que en las tardes de invierno, rodeada de familiares y de vecinos, repetía con el rosario entre las manos: «Santa María, madre de Dios…».
Como si a la Virgen María no se la supiera pedir otra cosa: «Ruega por nosotros, pecadores». Tal vez porque, en el fondo, lo esencial está ahí. Todo lo demás es corolario de esa única petición.
De ahí que se repita cincuenta veces la misma súplica: «Ahora y en la hora de nuestra muerte».
A uno se le ocurre preguntar por qué el Avemaría esencializa hasta tal punto esta súplica, que la reduce a petición única.
Las razones pueden ser dos.
En primer lugar, María conoce bien esa hora porque estuvo presente en la hora de su Hijo. Es decir, vivió como protagonista la peripecia suprema de muerte y glorificación, hacia la que se precipita toda la historia de la salvación.
En aquella hora, Jesús le confió a todos sus hermanos simbolizados en Juan, para que los considerara como hijos suyos.
Desde entonces, se convirtió en guardiana de nuestra hora y está siempre presente, en esa fracción de tiempo, en que cada uno de nosotros se juega su destino eterno.
El segundo motivo, está en el hecho de que la hora mortis es un paso difícil.
Un tránsito que da miedo por esa carga de lo desconocido que conlleva.
Una trashumancia que aterra, porque es la única que no se puede programar en los tiempos, en los lugares y en los modos. Es como tener que pasar un puente endeble de cañas y barro, que oscila sobre el abismo de un río anchísimo, que parece querer
tragarnos.
De ahí el realismo de la oración: «Ruega por nosotros…ahora y en la hora de nuestra muerte».
Por eso, tú que conoces esa hora, agárranos de la mano, para que sepamos hacerle frente con la serenidad de san Francisco de Asís: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra
hermana muerte, que ningún hombre vivo puede evitar».

Santa María, mujer de la última hora, cuando llegue para nosotros el atardecer definitivo y el sol se apague en los tenues resplandores del crepúsculo, quédate a nuestro lado para que podamos afrontar la noche. Es una experiencia que tú tuviste cuando, al morir Jesús, el sol se eclipsó y se obscureció toda la tierra. Vive de nuevo esa experiencia con nosotros.
Atiéndenos en la hora de las tinieblas. Líbranos del horror del abismo.
Que no decaiga nuestra esperanza en los instantes del eclipse.
Si nos das tu mano, no temeremos la muerte. Experimentaremos el último instante de nuestra vida, como la entrada en una Catedral luminosa con la antorcha encendida, al final de una larga peregrinación. No tendremos ya necesidad de la luz de la fe que iluminó nuestro itinerario.
Será la luminosidad del templo la que colmará de felicidad nuestras pupilas.
Te suplicamos vivir así nuestra muerte.

Santa María, mujer de la última hora, el evangelio nos dice que cuando Jesús expiró en la cruz, inclinó la cabeza.
Probablemente, como muchos artistas han intuido, inclinó su cabeza sobre la tuya, con el mismo gesto de abandono con que de niño se quedaba dormido.
Te rogamos que en el momento de abandonarnos en el Padre, cuando nadie de los presentes sea ya capaz de responder a nuestras llamadas y nos hundamos en esa soledad que ni las personas más queridas pueden llenar, nos ofrezcas tu cabeza como última almohada.
El calor de tu rostro, en aquel instante supremo de la vida, evocará de las tumbas nunca abiertas de nuestra conciencia otro instante: el primero después del nacimiento, cuando sentimos el calor de otro rostro que tanto se parecía al tuyo. Quizá sólo entonces comprendamos, aunque sólo sea a la leve luz de la mente que se apaga, que los dolores de la agonía sólo son los dolores de un parto inminente.

Santa María, mujer de la última hora, prepáranos al gran viaje.
Ayúdanos a romper amarras sin miedo.
Resuelve tú misma los requisitos de nuestro pasaporte.
Si contamos con tu visado, ningún temor nos aguarda en la frontera.
Ayúdanos a saldar con los signos del arrepentimiento y la petición de perdón las últimas deudas con la justicia de Dios. Facilítanos tú misma los beneficios de la amnistía que él concede con su real misericordia. Arréglanos toda la documentación para que, llegados a las puertas del paraíso, se nos abran de par en par.
Entraremos finalmente en el Reino acompañados de los ecos de la Salve Regina que, con acentos de tristeza y de esperanza, pero también con el deseo de contar con tu protección, te hemos cantado tantas veces: «Dios te salve, Reina y Madre…vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos… y después de este destierro, muéstranos a Jesús…Amen».

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta