María, mujer elegante

El evangelio nada dice, pero las referencias bíblicas que aluden a la elegancia de María son numerosas.
Bastaría con recordar el texto del Cantar de los Cantares en el que ve la liturgia, como en una filigrana, la figura de la Virgen que lucha a nuestro favor contra las fuerzas del mal: «¿Quién es ésta que avanza cual la aurora, bella como la luna, distinguida como el sol, imponente como ejército formado?».
El texto latino dice: «Electa ut sol».
«Electa» quiere decir elegante. Tiene la misma raíz verbal.
¡Elegante como el sol! No hay nadie que no vea cómo, ante ella, los modelos diseñados por Valentino parecen andrajos y las creaciones de Giorgio Armani retales de tenderos.
Pero también el Apocalipsis se hace eco de los elementos cósmicos del sol, de la luna y de las estrellas, con los que el arte de todos los siglos ha hilvanado las cosas más graciosas sobre la elegancia de María: «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en la cabeza».
Y un poco después hay otro paso célebre, que se refiere, esa es la verdad, a la nueva Jerusalén, pero en el que la tradición, a través de ese juego de las disoluciones teológicas, con las que a menudo realidades y signos intercambian su función, ha visto la presencia de María: «Han llegado las bodas del cordero, su esposa está ya preparada, y a él le ha concedido vestirse de lino fino, limpio y brillante. El lino fino son las obras de justicia de los santos».
La Virgen, anticipación maravillosa de la Iglesia, baja del cielo adornada con gargantillas y velos, preparada como una esposa engalanada para su esposo.
Es todo un himno a la elegancia de María.
Una elegancia que, claramente, hay que leer en términos de finura interior, nunca de una presencia suya en la «boutique» de Nazaret o en los «ateliers» de la alta moda de Jerusalén.
Aunque, si nos fijamos atentamente en el evangelio, no parecen totalmente descaminadas las alusiones a la elegancia física de María.
Yo no sé si en la intimidad de la casa, donde florecen los gestos cariñosos de la ternura, se divertiría Jesús llamando a su madre con los nombres de las plantas más perfumadas, como la Iglesia haría un día: rosa de Jericó, lirio del valle, cedro del Líbano, palma de Cades…
Cabe suponer, de todos modos, que pensaría justamente en ella, flor de hermosura, cuando un día dijo al gentío: «Mirad cómo crecen los lirios del campo…, pero yo os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos».
Como también cabe suponer que pensaría en ella cuando dijo: «La lámpara de tu cuerpo son los ojos. Si tus ojos están sanos, todo tu cuerpo estará iluminado».
En aquel momento debió recordar el relampagueo de los ojos de su madre. Aquellos ojos que dejaban traslucir la transparencia del alma y daban densidad de santidad a la elegancia de su cuerpo.

Santa María, mujer elegante, pues que vestías tan bien, te pedimos que nos regales algo de tus vestidos. Ábrenos el armario. Acostúmbranos a tus gustos. Sabes bien que nos referimos a los modelos de vestido que adornaron tu existencia terrena: la gratitud, la sencillez, la discreción de palabra, la transparencia, la ternura, el estupor. Tú sabes que no son vestidos pasados de moda. Aunque sean muy grandes para nuestras medidas, haremos todo lo posible para adaptarlos a nuestra talla. Te rogamos nos reveles el secreto de tu línea.
Enamóranos de tu «esprit de finesse».
Líbranos de las caídas de estilo que dejan al desnudo nuestras vulgaridades. Danos un trocito de tu velo de esposa. Y ayúdanos a descubrir, en el esplendor de la naturaleza y del arte, los signos de la elegancia de Dios.

Santa María, mujer elegante, líbranos del espíritu tosco que llevamos dentro, a pesar de los vestidos elegantes que nos ponemos por fuera y que muchas veces se manifiestan en términos de violencia verbal con el prójimo.
¡Qué lejos estamos de tu elegancia espiritual! Nos ponemos prendas de los mejores modistas, pero los gestos de nuestra relación humana carecen de encanto. Nos perfumamos con productos Versace, pero nuestro rostro resulta ambiguo. Nos lavamos los dientes con los dentífricos más caros, pero el lenguaje que sale de nuestra boca es trivial. ¡Cuánto vocabulario soez!
El insulto se ha convertido en costumbre. Las buenas maneras están en desuso. Más aún, si en ciertos espectáculos televisivos faltan los ingredientes malsonantes, desciende incluso el índice de telespectadores.
Concédenos, pues, una medida de gracia que compense nuestras intemperancias. Y haznos entender que, mientras no veamos en quien está a nuestro lado, un rostro que descubrir, contemplar y acariciar, los refinamientos más sofisticados serán siempre formales y los trajes más costosos no conseguirán enmascarar nuestra alma de andrajosos.

28Santa María, mujer elegante, tú que supiste ver con tanta atención el paso de Dios en tu vida, haz que nosotros sepamos captar su brisa. También él es muy elegante y difícilmente irrumpe en nuestra historia con la fuerza del fuego, del huracán o del terremoto; lo hace como en el monte Horeb, se hace oír en el susurrar ligero de la fronda. Se necesitan antenas delicadas para percibir su presencia. Es preciso un oído sensible para oír el rumor de sus pasos, cuando a la brisa de la tarde, como hacía con Adán, baja a nuestro jardín.
Ayúdanos a intuir toda la delicadeza de Dios en aquella expresión bíblica con la que él, el Señor, parece expresar el pudor de molestarnos (puede que fueras tú quien inspirara a Juan esas palabras mientras escribía el Apocalipsis): «Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo».
Haz que estemos dispuestos a responder, con la misma finura de tu estilo, a su llamada discreta, de tal modo que podamos abrirle en seguida la puerta, festejarle y llevarle a la mesa con nosotros. Y ya que él se detiene, ¿por qué no te quedas tú también a cenar?

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta