Miradas 16

Décimo sexto día de confinamiento. La realidad aplasta nuestras peores pesadillas. Somos como una cáscara de nuez en medio de la tormenta perfecta, bastante tenemos con mantenernos a flote y no perder la serenidad. Las noticias nos golpean con saña y es preciso apelar a la fe para no perder la esperanza. No es posible no llorar cuando familias de ancianos nos dicen que sus seres queridos están condenados porque los pocos recursos técnicos disponibles se van a utilizar en enfermos más jóvenes, y por tanto con más posibilidades de curación. ¿Cómo puede un médico, que tiene vocación de salvador de cuerpos enfermos, soportar la presión de decidir quién vive y quien queda condenado a una muerte cruel? No concibo angustia mayor, y le pido a Dios que no sea necesario llegar a tan espantoso dilema. En este sentido, recomiendo vivamente la lectura del documento Pandemia y fraternidad universal, publicado por la Pontificia Academia para la vida.

La pandemia nos está enfrentando a nuestras debilidades con una crudeza brutal. Nos arroja del pedestal de la arrogancia al que nos subimos en el Renacimiento. Y viene a recordarnos que las promesas de la vida eterna, el progreso ilimitado de la ciencia y el fin de las enfermedades y el dolor en un futuro no muy lejano son cuentos para niños que se resisten a madurar. ¿Tanto nos gusta ser Peter Pan?

Confieso que en situaciones como esta me gustaría ser médico, tener una formación técnica adecuada para combatir el mal desde las trincheras de primera línea. Pero hay muchas otras formas de colaborar. La más básica es cumplir las normas, respetar el confinamiento y los hábitos de higiene. También se puede buscar un compromiso social directo. Hay demasiadas necesidades para que sólo colaboren económicamente los Amancio Ortega, Endesa… ¿Cómo censurar a los millonarios que aportan dinero mientras nosotros preferimos atrincherarnos en el egoísmo y la insolidaridad?

Por último, está la oración. Es necesario reconocer que sólo es válida para los creyentes. Pero para nosotros es tan esencial como el trabajo. Es el auténtico seguimiento de Jesús: hablar con Dios para discernir qué quiere de nosotros y luego ponerlo en práctica. Los monjes tradujeron esta revelación en una frase magistral: Ora et labora. Son los dos pies imprescindibles de la fe. Esta es una verdad que me ocupa desde hace tiempo. Me preocupa la tendencia que tienen algunos católicos de sobre ponderar la oración y olvidarse, o al menos restarle importancia, al compromiso social, al trabajo directo con los pobres. Pero del mismo modo me preocupa la tentación del activismo ciego que sobre pondera la acción y minusvalora la oración. Sólo desde una oración profunda adquiere sentido el compromiso social. Sólo es oración aquella que nos lleva al compromiso social.

¿Cómo orar? Cada quien tiene que encontrar el método más adecuado a su sensibilidad. Mi hermana benedictina Almudena me ha hecho reír hoy cuando le leí una colaboración en la que dice que le gusta orar sentada en el suelo. Yo prefiero orar sentado, en silencio absoluto, con los ojos cerrados y las gafas colgadas en la rodilla derecha. Que lo oremos bien.

Antonio Guitérrez