Miradas 38

Trigésimo octavo día de confinamiento. Preocupa la carencia de mascarillas protectoras. El miedo es libre y en estos días viaja a la velocidad de la luz. Incluso en el centro comercial hemos percibido miradas de reprobación por no llevarla. Yo me pregunto cómo es que la persona en cuestión tiene una que parece profesional cuando no las hay en la farmacia. Y me acuerdo de mi amigo trasplantado que se quejaba hace ya semanas de la carestía de mascarillas porque las habían agotado ciudadanos que no las necesitaban en detrimento de enfermos para los que esta protección es vital. En las dificultades sale lo mejor y lo peor de cada uno. Y para no tirar más leña al fuego opto por no discutir. ¿Cómo argumentas contra el egoísmo? ¿o contra el pánico? La razón no puede nada en un debate contra estas pulsiones básicas.

Se nos abren pequeñas rendijas por las que se cuelan rayitos de esperanza. Los niños podrán por fin tener los mismos derechos que las mascotas y podrán salir de casa a dar un mínimo paseo. Uno al día. Breve y por las inmediaciones de la vivienda familiar, lo que por lo demás es bastante sensato. Lo que no lo es tanto es que lleven más de un mes confinados entre las paredes de su hogar. Algunos afortunados han podido tomar el sol en una terraza. Otros más afortunados aún han podido correr por la finca en la que se enclava su chalet. Pero la gran mayoría ocupan las interminables jornadas como buenamente pueden. Es evidente que no todos somos iguales y que la igualdad de oportunidades es una hermosa quimera.

Otro rayito de esperanza, aunque demasiado fluctuante, es que el número diario de muertos baja un poco. Con todo, su cifra es tan aterradora que resulta imposible minimizarla. ¿Cómo considerar positivo que se mueran más de quinientas personas cada día? ¿Cómo podremos sobrevivir a este satánico goteo de víctimas? ¿Qué les diremos a nuestros nietos en el supuesto de que no optemos por echar este pesado fardo en el gigantesco contenedor del olvido? ¿Cómo miraremos a los ojos a los vecinos que hayan perdido algún familiar? ¿Cómo hablarles de solidaridad, de esfuerzo compartido, de que vencimos esto todos unidos cuando tantos miles, ¡tantos miles!, no podrán brindar, simplemente porque ya no están, y otros muchos miles más no celebrarán nada sencillamente porque no van a encontrar ningún motivo para hacerlo? ¿Será mejor callar? Tal vez en esta ocasión el silencio sea lo más elocuente. Ni aplausos, ni homenajes. Silencio y el compromiso firme de aprender de los errores y enterrar los egoísmos. Porque, como dice el Buscón al final de su azarosa vida, nos irá peor si no mudamos de vida y costumbres y nos conformamos con cambiar la carcasa.

Cualquier intento por relativizar esta catástrofe será sencillamente inaceptable. Y nos condenará a repetir sus devastadores efectos.

Antonio Gutiérrez