Miradas 54

Quincuagésimo cuarto día de confinamiento. Me pongo a escribir por hábito, pero sin capacidad de concentración. Mientras pulso teclas en el ordenador e intento pensar en lo que quiero decir resuelvo una duda metodológica de una de mis hijas, contesto a una pregunta de mi madre y le digo a mi mujer dónde coloqué los calabacines que acabo de comprar en el super. Me siento supermán y me pregunto quién dijo que un hombre es incapaz de hacer dos cosas a la vez. Hasta que tengo que borrar todo lo escrito porque no tiene el más mínimo sentido, le pido a mi hija por cuarta vez que me repita su duda, mi madre me vuelve a preguntar porque mi respuesta era absurda y bajé las escaleras llamando a voces a mi esposa porque al parecer le dije que la compra había quedado en el coche. ¡Un exitazo!

Leo la prensa y me asalta la preocupación. Estamos de nuevo en un tobogán. Parecía que controlábamos la situación, pero en cuanto las autoridades han permitido salir a la calle ha vuelto a repuntar el número de muertos diarios. Tengo la impresión de que todavía no somos realmente conscientes de la gravedad de esta pandemia. Lo que me resulta inquietante. ¿Cómo es posible que nuestros conciudadanos se relajen tanto cuando llevamos más de veintiséis mil muertos? Echo la memoria atrás y recuerdo la conmoción social que vivimos como país a raíz de los atentados del 11M, el accidente ferroviario de Angrois o la catástrofe ecológica del Prestige. ¿Nos hemos habituado tanto al goteo incesante de fallecimientos que acabamos vacunados de indiferencia?

En cualquier caso, he aquí uno de los compromisos que debemos asumir los católicos. Nuestro amor incondicional hacia los hermanos debe llevarnos a ser escrupulosos con las medidas de seguridad sanitarias y a exigirlas con firmeza. Pero con espíritu fraterno. Cuidar la vida de nuestros semejantes es siempre el sacrificio más agradable a Dios, pero mucho más en estos momentos. No podemos frivolizar con esto. Las actuales circunstancias nos obligan, creo yo, a propagar los mensajes de las autoridades sanitarias, por muy alejadas que las sintamos de nuestra propia opción política. Está en juego la vida de muchos inocentes. Es la hora del compromiso por la vida. Ya habrá tiempo para pedir responsabilidades. Ya vendrá la hora de exigir dimisiones.

Millones de católicos en todo el mundo elevan sus plegarias a Dios por los fallecidos. De momento en la privacidad de los hogares. Cuando sea posible, podremos celebrar funerales públicos y abrazar a los amigos que en este tiempo han perdido a seres muy queridos. Los tengo a todos en mis oraciones y en mi memoria. No entiendo cómo llegamos a esta catástrofe humanitaria. Me asaltan las preguntas y me enoja la frivolidad inicial de nuestros responsables políticos. Sólo me quedan Dios y vosotros, mis hermanos. Oremos para, entre todos, discernir qué quiere el Padre de nosotros.

Antonio Gutiérrez