Miradas 55

Quincuagésimo quinto día de confinamiento. Cincuenta y cinco días en casa. Semejante título me trae a la memoria la mítica película de Nicholas Ray ambientada en el Pekín de 1900 y la revuelta de los boxers contra la excesiva influencia de Occidente en la economía china. ¡Qué sería del periodismo sin el cine… y viceversa! Lo que me lleva a pensar en la necesidad apremiante que tenemos de estímulos, de imágenes y sonidos que nos ocupen el tiempo.

Esta realidad se ha visto multiplicada hasta el exceso durante estos días. Toda la industria cultural se ha volcado para ofrecernos películas gratis, conciertos públicos, series de televisión… Distracción, incentivos para mantener el cerebro excitado.

Más que la cultura de la imagen somos la civilización del ruido. El hombre barroco tenía horror vacui, un miedo al vacío que lo llevó a decorar los espacios arquitectónicos hasta el abigarramiento. Nosotros padecemos un patológico horror al silencio. En el mejor de los casos, necesitamos estar acompañados de música o de diálogos, televisivos o cinematográficos. En el peor, somos esclavos del estrépito, adictos a cualquier barahúnda que nos impida enfrentarnos a lo que somos, a nuestra maravillosa y terrible verdad.

Una de las disciplinas más apreciadas en la actualidad es la Psicología, que podría tener sus orígenes en la máxima “conócete a ti mismo”, inscrita en el templo del dios Apolo en Delfos. Pero para llegar a un conocimiento exhaustivo de uno mismo es imprescindible bucear con honestidad en las propias virtudes y defectos, en los complejos y en las fortalezas, en las miserias y en las bondades del alma. Y esa introspección exige silencio, dedicación concentrada, un ambiente que no distraiga. ¿Quién le está enseñando esto a nuestros niños y jóvenes? Mucho me temo que sólo los alumnos de colegios de la Iglesia tienen el privilegio de experimentar esta realidad espiritual.

Sólo la Iglesia proclama hoy que el ser humano es mucho más que mera materia, que su destino está indisolublemente ligado a la trascendencia. ¿Han reparado en que las opciones políticas de derechas y de izquierdas coinciden en un brutal reduccionismo de la esencia humana? Para el marxismo todo se reduce a economía. El ateísmo es esencial en su doctrina. Niega radicalmente la existencia del espíritu. Para los ateos todo se reduce a reacciones químicas. El capitalismo lo reduce todo a economía también (caramba, ¡qué curiosa coincidencia!). Sólo cuenta la producción, el beneficio. Tampoco Dios tiene aquí cabida, aunque ha sabido utilizar al cristianismo con mucha habilidad para sus propios fines.

La Iglesia somos hoy el profeta que clama en el desierto la existencia de un Dios Padre. Somos la voz que reivindica la inviolable dignidad de toda persona. Dignidad que se funda en el hecho de que todos somos imagen de Dios e hijos amados por Él de modo incondicional. No hay mejor carta de derechos humanos.

Nuestros templos siguen ofreciendo el espacio adecuado para el silencio interior, imprescindible para el diálogo, con Dios y con nosotros mismos. El mundo está huérfano. La Iglesia tenemos la misión de recordarle que tiene un Padre eternamente presente. Y que, para descubrirlo, para hablar con Él, sólo hace falta un poco de silencio.

Antonio Gutiérrez