Pensamiento diario (22 de marzo)

Un extranjero que juzga nuestro carácter por nuestra obra
nos juzga mejor que los que nos rodean, que juzgan nuestra obra por nosotros.
(Jean Cocteau)

Ahora ya es un vicio común: muchos de los peregrinos italianos que hacen el Camino de Santiago, a los pocos meses de llegar a sus casas se improvisan escritores y quieren publicar un libro sobre su experiencia.

No me parece mal, aunque me haga gracia. Hay vicios más dañinos.

El problema se presenta cuando me piden que les haga yo el prólogo y, hace tres meses, me contactó un editor italiano pidiéndome una opinión sobre uno de esos libros. Me sentí incómodo, pues el autor es un amigo que ha llegado a Santiago ya catorce veces, recorriendo varias rutas.

Así me acordé de la frase de Jean Cocteau, gran escritor, pintor y cineasta francés. Tras la muerte súbita de su gran amor se dio a una vida desordenada y aficionada a la droga, viviendo y muriendo desesperado.

Prácticamente dice que un extranjero, que valora tu personalidad por cómo valora tu obra, te valora mejor que tu entorno que, al revés, valora tu obra según cómo te ve a ti. Es la diferencia entre juicio y prejuicio.

Hablo de un tema que me parece crucial: como mantenerse objetivos a la hora de juzgar, como reducir la presión de los condicionamientos.

Es el tema también de la imparcialidad de los jueces y, al fin y al cabo, de la libertad de juicio, que exige una cierta distancia. Es un riesgo lo de valorar a partir de nuestros hábitos, de las costumbres o, peor aún, del criterio de simpatía, de forma tal que las miserias de nuestros amigos tendrán siempre su belleza y el oro de nuestros enemigos su fealdad.

Jesús al respeto fue muy contundente: “No juzguéis y no seréis juzgados”.

Sin embargo, lo reconoce el mismo Maestro,  hay momentos en los que emitir un juicio es imprescindible; en ese supuesto, nos invita a juzgar en la medida mayor y más generosa posible.

El problema se da cuando, para vara valorar el libro de tu amigo, te llaman a ti: mejor otro que tú, porque el impulso emotivo es menor.

Hay que ser extranjeros dice Cocteau.

Hace unos días en la Misa leíamos el evangelio de Jesús que entra en la sinagoga de su pueblo, lee la escritura y tiene su predicación paradójica. En un primer momento todo el mundo encantado, pero poco a poco crecen el desconcierto y la decepción, transformándose en ira colectiva.

Lo empujan hacia un precipicio en las afueras de Nazaret con intención de despeñarlo. ¿Por qué tan furiosos? ¿Qué es lo que acaba de decirles?

Para los de tu casa tú no eres nadie, no vales mucho; te escucha uno de fuera y queda marcado para siempre. Ninguno es profeta en su casa.

Lo que dice Cocteau: habría que ser extranjeros. Mantenerse extranjeros. Evitar el riesgo de acostumbrarnos y creer que lo sabemos todo, que ya lo tenemos todo claro. Para apreciar hay que mantenerse extranjeros.

Un día me dijo un amigo hebreo que había estudiado conmigo en Jerusalén: “Me gustaría confesarme: ¡qué experiencia más increible tenéis a vuestro alcance los católicos!”. Era un “extranjero”. Juicio libre.

Yo, por ejemplo, nací en Roma y me sorprendía que los Romanos no veían Roma, los turistas sí. Hay que ser turistas para sorprenderse…

 

a cargo del padre Fabio, párroco de Arca y Arzúa