Peregrinando a Compostela

Nunca he tenido noticia de nadie que justifique su peregrinación a pie hasta Roma o a Jerusalén por motivos que no sean eminentemente religiosos. Sin embargo, sí que he escuchado testimonios en los que se pone de manifiesto que la disposición para hacer camino andado hasta Santiago de Compostela puede basarse en el ocio, la cultura o el deporte. Esas razones, si bien por sí solas son totalmente respetables, es posible que puedan incluir, quizá de manera inconsciente, una búsqueda de la propia espiritualidad personal a la que, de un modo universal, nos invita el Camino de Santiago. Y ello porque, hoy por hoy, se sigue optando por el Camino, un trayecto claramente religioso, como vía para cubrir esas búsquedas tan aparentemente ajenas a lo transcendente.

Los que hemos recorrido esta ruta milenaria y servido de hospitaleros lo sabemos bien. Yo lo he visto. No son sólo los católicos los que tocan a la puerta del albergue. En el que regentan los franciscanos de Compostela, por ejemplo, también calientan colchón peregrinos de diferentes confesiones, cristianas o no, ateos y agnósticos. Si les digo la verdad, cuando los acoges después de una jornada caminando, no suelen ser muy diferentes unos de otros. ¿Es, quizá, posible que el Camino convoque los valores de comunión, paz y universalidad incluso entre quienes no los van buscando de manera directa? ¿Acaso no miramos todos un poco más allá del horizonte? ¿Acaso el Camino no extiende sus ramificaciones a lo largo de la geografía? En nuestra zona, por ejemplo, las asociaciones jacobeas andaluzas, entre las que se encuentra la de Málaga, han tomado la iniciativa de estudiar, revitalizar y oficializar las antiguas rutas mozárabes. En concreto, el camino mozárabe de Málaga inicia su trayecto desde la iglesia de Santiago y continúa por Almogía, Villanueva de la Concepción, Antequera, Cartaojal, Villanueva de Algaidas y Cuevas Bajas. Así hasta llegar a la provincia de Córdoba. Personalmente, en estos días donde aún sigue caliente la sangre derramada en el atentado de Barcelona, no tengo más remedio que pronunciarme a favor de testimonios de paz y concordia tan vivos como los que brotan a lo largo del Camino de Santiago. Pero que esto no lo digo yo, viene de antiguo. En su día, Goethe ya dijo que «Europa se hizo peregrinando a Compostela». Y es que, hasta el siglo noveno, las relaciones entre los distintos territorios del viejo continente se fundamentaban en la guerra o en el comercio. Es decir, o bien a palos o «por el interés te quiero, Andrés». Es sólo a raíz del descubrimiento de la tumba del apóstol y el consiguiente inicio de las rutas de peregrinación cuando los lazos entre los pueblos comienzan a forjarse de manera muy diferente. Gracias a la andadura, esas nuevas relaciones de hermandad que se irradian a través de las distintas nacionalidades evolucionan y perduran hasta llegar a nuestros días. A nosotros. A usted y a mí. Y así, el Camino ya no concibe diferencias entre un español, un griego o un italiano. El Camino iguala y equipara. Sobre la misma almohada en la que hoy descansa un alemán posará su cara un polaco a la noche siguiente. Y por supuesto, independientemente de las motivaciones, religiosas o no, siempre cabrá al final del Camino, al menos, un pensamiento para la paz o para la propia iluminación interior. Porque el Camino, lo crean o no, produce cambios en las personas. A través de este espíritu de fraternidad, verbigracia, fray Francisco Castro, hermano de la comunidad franciscana de Santiago de Compostela, ofrece cada noche a los peregrinos un espacio de reflexión y oración universal en el que, a la luz de una vela, presenta el mensaje de Jesús de Nazaret como la voz de un peregrino de la historia. Un momento, sin duda, diferente, como poco. Un lapso distinto al que nos ofrecen los amos de nuestro tiempo, los señores de la guerra y los ecos de la discordia. Una parada, un respiro. Siempre igual y siempre novedoso. Qué quieren que les diga. Llámenme ingenuo. Pero a mí y a otros muchos todavía nos hace ilusión creer en lo que realmente somos, en la conversión y en la redención. En que el amor lo puede cambiar todo. Y en que otro mundo es posible.

Fuente: Pedro J. Marín Galiano  |  La Opinión de Málaga
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