Toda historia que busca un final apoteósico comienza con una mujer, ensalzada o no por el reciente 8M. Como la sociedad se ha vuelto demasiado utilitarista, la vida de Nuria parece que no sirve. Trabajó en un alto puesto jurídico de la administración. Hubo separación, pero su marido la cuida. Hay un cáncer con tratamiento y los suyos la adoran sin verla como una carga. “Quiero luchar”, dice ella. Y se sonrojan los cobardes. Valiosa por existir.
“Hay que querer ayudar a morir. Es obligatorio”, le decía un paisano a otro, glosando el enorme interés de quienes desean que la eutanasia se practique con la facilidad de tomar un refresco o un paracetamol. Cualquiera de esas cosas alivian, pero sólo una es irreversible. Cuando se silencia o se banaliza el debate moral, llegan la dictadura y el totalitarismo: con razonamientos dubitativos pero aportando la gran seguridad de la coacción.
“Me enfrento a otro dilema”, dijo el abuelo perdiendo la mirada en el horizonte: “Jornada laboral de cuatro días o trabajar sin descanso como los gallegos de toda la vida”. Se habla de que el talento y la digitalización pueden ayudar a conciliar una existencia maldita sin horas para lo esencial y la familia. Pero nadie sabe erradicar la voracidad del alma por conseguir más y más dinero; ni inventar una vida plena sin aportar esfuerzo o trabajo.
Manuel Á. Blanco