Diario de un peregrino: Buhardilla, sótano, trastero

Hubo un tiempo en que las casas sabían más de familia que los pisos. Las personas se sentían acogidas por ellas con sabor a hogar. Por aquel entonces, una de sus estancias recogía fragmentos de historia que forjaba recuerdos en la gente: el desván. Los abuelos habían construido la casa y en la buhardilla se apreciaban paredes y suelo sin terminar, libros antiguos, radio, un encerado o el ventanuco que conducía a la antena del tejado.

Años más tarde, las películas y el poder adquisitivo descubrieron los áticos pijos y los dúplex exclusivos: las buhardillas se encontraron en peligro de extinción. Los sótanos se pusieron de moda como alternativa para trastos y cachivaches, aunque también les afectó la fiebre de urbanidad y hubo quien los convirtió en búnkeres para estudiar, jugar a la play, lavar la ropa y secarla e incluso, rezar. Tenían wifi, pero no estaban cerca del cielo…

El concepto de trastero resultaba más cómodo. Podía instalarse bajo cubierta o subterráneo. Con velux o vigas estructurales dentro. Casi siempre con estanterías. Si la buhardilla elevaba y el sótano humillaba, el trastero disimulaba con su concepción acumulativa, agnóstica. Trastos, alimentos, apuntes, farrapos… Antes regía el principio de “el que guarda siempre tiene”. Hoy, época de reciclaje, mejor: “suelta lastre; comparte”. Feliz 2024.

Manuel Á. Blanco