En general, los ruidos constituyen una maldición para la ciudadanía: los golpes manuales y mecánicos de la construcción; los taladros hidráulicos de las obras públicas; los camiones y furgonetas de reparto… interrumpen conversaciones telefónicas, crispan saludos por la calle o, como cuentan las leyendas urbanas, “estorban” una herencia repartida desde cama… Pero existe un estrépito capaz de anunciar auxilio: el de un helicóptero.
Cuando la ciudadanía identifica que el rotor de la nave que vuela bajo corresponde al Helicóptero de Salvamento Marítimo (Helimer), primero se preocupa: “¿Qué habrá pasado en la mar? ¿Quién estará en apuros?” Pero, de inmediato se llena de esperanza: “al menos, ha salido el centinela. No estarán solos”. El chiste del que se quejaba a Dios con un “¿por qué no me has ayudado?”, queda más o menos resuelto: “¡Si te envié un helicóptero!”
En otros lugares del mundo, las hélices tararean una guerra. Incitan a buscar refugio; a avisar familiares en peligro o, al menos, a camuflarse para pasar desapercibidos. Esas hélices no rescatan, sino que espían y siegan, como el cabezal de una desbrozadora asesina. Cuando la Unión Europea pide a los ciudadanos que se aprovisionen con suministros de emergencia ante una posible crisis bélica o climática, quien sobrevuela es el miedo.
Manuel Á. Blanco