El verano soñado debiera traer descanso. Para desconectar. Por haber trabajado duro. Hace años parece que esto resultaba más sencillo y ordenado. O, simplemente, la infancia era así. Curso terminado, imaginación a volar. La mayoría de las situaciones se parecían: vacaciones; familias; cursos; empleos… e incluso, la fe. Hoy, esa uniformidad ha saltado por los aires y la melancolía deja paso a la caricatura del ser humano que ha quedado.
Las hogueras de San Juan servían de primera gran cita. Por las “vanidades”; por saltar; por quemar; por comer; por lavarse la cara con flores “esperanza”; por permanecer despiertos con una “magia” de poesía, más que de “meigallo”… Ese fuego deseaba aparecer después en el camping, en los campamentos, en las barbacoas… junto a las olas del mar que mecían los amores y pausaban la velocidad propia de unas vidas ilusionadas.
Si alguien sabía tocar la guitarra, lanzaba notas de canciones conocidas con las cuerdas y los recuerdos se fijaban convertidos en emociones inolvidables. Hay veraneantes del Mar Menor aún recuerdan las Misas vespertinas de un templo nuevo abarrotado, en varios idiomas, con el sol coloreando todo de naranja. Porque cuando Dios descansa en verano junto a sus criaturas, el firmamento se tiñe de un oro olímpico.
Manuel Á. Blanco