Dios y el hombre, juntos

La lectura del libro del Éxodo, presenta a Moisés pastoreando el rebaño de Jetró, su suegro. Al llegar cerca del monte del Señor (el Horeb o Sinaí), vio una zarza que ardía sin consumirse. Se acercó y sintió que el Señor lo llamaba por su nombre. Moisés respondió: Aquí estoy, Señor. Se mostró entonces el Señor como el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Le indica que ha visto los sufrimientos de sus hermanos israelitas, y que está decidido a liberarles. Al preguntarle Moisés por su nombre, Dios le dice que es el que vive y está a su lado.

San Pablo, en la 1ª Carta a los Corintios, nos enseña que Dios ha estado siempre presente al pueblo creyente, orientándolo desde la nube. Además ofreció a los padres de Israel el alimento y la bebida espiritual. Bebían de la roca espiritual que los acompañaba, y esa roca era Cristo. A pesar de ello no todos fueron fieles, pues muchos quedaron en el desierto, siendo víctimas de la muerte. Todo eso sucedió en figura, para que los que hoy vivimos no codiciemos el mal como ellos, para evitar el caer también nosotros.

San Lucas nos pone al tanto de los galileos ajusticiados por Pilato, quien mezcló su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. También refiere lo que aconteció con la torre de Siloé, que se derrumbó y mató a dieciocho personas. Quizás no fueran ellos más pecadores que los otros habitantes de Jerusalén. Sin embargo Jesús nos llama a la conversión, para que no nos acontezca lo que a ellos. El ejemplo de una higuera que no daba frutos puede resultarnos útil. El dueño del terreno estaba pensando en cortarla, para que no ocupara sitio en vano; pero escuchó el consejo del labrador y esperó a ver si con el abono llegaba a dar fruto; de lo contrario, habría que cortarla.

José Fernández Lago