El domingo de la Ascensión ha sugerido a la Iglesia algo así como el “peldaño más alto” del Misterio Pascual de Cristo. Su pasión, muerte y resurrección, culminan con un hito: la Humanidad que el Hijo de Dios asumió en la Encarnación, ya formará parte de su Vida Eterna para siempre. Nunca dejará de asombrarnos tanto Misterio, tanta implicación de la Trinidad en la salvación de hombres y mujeres.
Si su condición humana ya goza del cielo, eternamente, la nuestra también tiene cabida. Esto nos sitúa ante una doble perspectiva: por una parte, la necesidad de que el Espíritu Santo comience su tarea de “moldeado” en cada persona de esta tierra, como germen de una nueva humanidad, para dar lugar a esas nuevas criaturas herederas de la gloria. Y, por otro lado, la tarea imprescindible de dar testimonio de Jesús Resucitado (vocación de todo creyente), para que la “apertura de las puertas del cielo” sea un acontecimiento conocido en todo el mundo.
En la práctica, la Ascensión del Señor, con la ayuda del Espíritu Santo que será comunicado, conduce a los cristianos a una comprensión adecuada de las Escrituras (el perfil auténtico del Mesías pasa por la cruz para llegar a la luz); al abajamiento de Jesús, hasta agradar al Padre con su obediencia total (que nos abruma y anonada); y a una gran confianza en que el cielo también se encuentra en medio de nosotros, aquí y ahora (la debilidad humana es algo real; pero puesta en las manos de Dios, es la “materia” con la que Él opera una transformación como la Suya).
El marco expuesto hasta el momento, nos permite introducir el gran interés del Papa en la nueva comunicación que la Iglesia está llamada a liderar. No como una soberbia presuntuosa, sino como un servicio al alma humana, rodeada por la vorágine de la desconfianza y el pesimismo.
El Romano Pontífice, en su mensaje para la Jornada de las Comunicaciones Sociales de este año, cita una Carta a Leoncio Igumeno de Casiano el Romano. Allí encuentra una idea: la mente humana está siempre en acción, como un molino, y no puede dejar de «moler» lo que recibe; pero está en nosotros decidir qué material le ofrecemos para desmenuzar.
¿Qué consecuencias se deducen de esto para un discípulo de Jesús, comunicador por excelencia, cuando la tarea de dar a conocer la Buena Nueva apremia tras la Ascensión? El Papa se fija en tres puntos: En primer lugar, el estilo comunicativo de la Iglesia se define como abierto y creativo. Porque Jesús es sinónimo de “soluciones”. No se queda en un diagnóstico pesimista, disgustado, resignado o ingenuo de la realidad.
En segundo término, la realidad necesita ser leída con unas “lentes” adecuadas: Jesús mismo es la Buena Noticia. Ésas son las gafas. Con ellas, los acontecimientos de la vida (sufrimiento incluido) se aprecian como el contexto en el que Dios ha venido a salvarnos; un lugar en el que su Amor encuentra siempre corazones solidarios y comprometidos que se le unen. Aquí es donde tienen cabida las pedagógicas imágenes con las que Jesús nos muestra la trascendencia y, a la vez, la cercanía del Reino.
Un tercer aspecto lo constituye el testimonio. La confianza en el triunfo final de Jesucristo configura nuestro modo de comunicarle a Él a los demás: es posible y enriquecedor descubrir e iluminar la buena noticia presente en la realidad de cada historia y en el rostro de cada persona.
En Is 43,5 Dios afirma rotundo a su criatura preferida: “No temas, que yo estoy contigo”. Esta convicción da alas nuevas al alma humana. Los tiempos actuales necesitan comunicar esa esperanza. Contar la verdad; defender el honor; darnos a conocer como somos: pequeñitos pero muy amados. Lo que parecía una quimera, la Iglesia lo redescubre como un don.