Francisco de Aguiar y Seijas, un santo por las calles de Compostela

El 14 de agosto de 1698, víspera de la solemnidad de la Asunción, fallecía en México el que -durante casi dos décadas- había sido su arzobispo: don Francisco de Aguiar y Seijas.

Su virtuosa existencia, la caridad ejercida para con los más pobres, su fe sólida y su observancia en las costumbres hizo que, al poco tiempo de morir, el Cabildo de esa diócesis preparara las diligencias necesarias para dar comienzo al proceso de canonización. Ahora bien, dicho proceso se llevaría conjuntamente desde las dos orillas del Atlántico, ya que Aguiar no solo había desempeñado su ejercicio pastoral en esas tierras, sino que había nacido e iniciado su andadura en Galicia.

En el Archivo Diocesano conservamos dos gruesas carpetas que muestran desde la correspondencia del Cabildo mexicano para dar comienzo al proceso en Santiago, hasta los interrogatorios llevados a cabo para probar la santidad del arzobispo. Manuel Troitiño Mariño estudió esta documentación, publicando un pequeño trabajo en 1950 acerca de la vida de don Francisco Aguiar.

El 9 de febrero de 1632, en Betanzos y todavía sietemesino, veía por primera vez la luz de este mundo el futuro arzobispo de México, hijo legítimo y de legítimo matrimonio de don Alonso Vázquez de Aguiar, regidor perpetuo de Betanzos, y de doña María de Ulloa.  La criatura, dada por muerta para mayor disgusto de la madre, todavía mostraba las orejas pegadas al cráneo y las uñas sin formar; lo tenían colocado en una palangana para darle sepultura, cuando la nodriza -aunque con problemas de visión- intuyó que el niño respiraba, por lo que acudió rápidamente a bautizarlo.

Aunque parece que no gozaba de buena salud, Francisco Aguiar salió adelante, mostrando una inclinación desde corta edad a las cosas de Dios. Ante el tribunal formado para la causa de canonización, sus contemporáneos de Betanzos narraron los supuestos prodigios que rodeaban la vida cotidiana del niño: estando un día Francisco con una rodilla dislocada e imposibilitado para caminar, decidió con un amigo acudir ante el altar de la Virgen del Rosario, donde iba a tener lugar la celebración de una Misa rezada. El compañero quiso persuadirle de tal esfuerzo, cosa que no logró; le ayudó a llegar hasta los pies de la Virgen, oyeron Misa y -a la salida de esta- la rodilla de Francisco estaba totalmente reestablecida por intercesión, según él mismo apuntó, de Nuestra Señora del Rosario.

Llegado a cierta madurez, Aguiar y Seijas se decantó por la vida sacerdotal: fue colegial de Fonseca, logrando una cátedra, que después alcanzaría también en Cuenca. Tras triunfar en la oposición que fue convocada para tal cargo, llegó a ser magistral de Astorga y- tras esta prebenda- opositó contra siete contrincantes a la de penitenciario de Santiago de Compostela. Como apunta Troitiño Mariño, empezó a asistir a coro el 12 de marzo de 1666. En la ciudad del apóstol, tal y como había hecho anteriormente, llevó a cabo una maravillosa labor asistencial para con los más necesitados.

En las declaraciones de la causa, a la que fueron llamadas personas de la más variada extracción social, éstas apodaban a Aguiar como “el santo limosnero”; él, en vida, respondía siempre con la misma muletilla: “no soy santo, los santos están en el cielo”. Los descendientes de sus criados, y los vecinos más allegados, afirmaron por varias veces que, acudiendo algún pobre a su puerta y no teniendo moneda alguna en sus arcas, llegó a multiplicar las pocas con las que contaba para subsistir. Del mismo modo, se decía que con solo hacer la señal de la Cruz curaba las enfermedades.

Sobre las curaciones milagrosas obradas por intercesión de Aguiar, contamos en las carpetas con un testimonio de la benedictina doña Josefa Somoza y Alvarado: la monja de Antealtares relata que una criada de doña María de Gesto, religiosa de dicha casa, llevaba varios meses padeciendo una enfermedad que le obligaba a estar postrada en cama. Doña Josefa tomó una colcha, que era de la cama de Aguiar y que guardaba como una reliquia, y tras imponerla sobre la enferma, ésta sanó al instante. La fama de santidad, la buena reputación y sus amplios conocimientos fueron motivo para nombrarle obispo de Michoacán en 1677, aunque previamente había sido promovido para obispo de Guadalajara.

En 1682 tomó posesión de la diócesis de México, tras ser nombrado por Inocencio XI, y donde desarrolló -de nuevo- una importante labor espiritual y asistencial. Aparte de recorrer el territorio encomendado en ejercicio pastoral, fundó casas de beneficencia, hospitales, inició las obras del Santuario de Guadalupe, construyó el Seminario Conciliar, etc. Su carácter observante hizo que prohibiese y censurase algunas costumbres introducidas en el clero y que eran incompatibles con su ministerio, así como las más bárbaras tradiciones traídas de la Península; así, pronto logró una serie de enemigos que trataron de desprestigiarle. En el proceso de canonización se menciona un interesante milagro acontecido en México: un pobre le había pedido limosna, como no tenía nada que ofrecerle, tomó una lagartija, la envolvió en un papel y se la dio, rogándole que fuese inmediatamente al taller de un platero.

Al llegar junto al orfebre, desenvolvió el peculiar obsequio, extrayendo una finísima joya en forma de reptil. Tras el fallecimiento de don Francisco de Aguiar, y con las pertinentes autorizaciones, se formó el tribunal en Compostela, presidido -entre otros prebendados- por el chantre Andrés Gondar. Los canónigos más veteranos, y en definitiva las gentes de Santiago, se hacían eco de sus virtudes; como indica la documentación “vivió y murió con fama y opinión de santidad de vida, y crece más cada día después de su muerte, tanto, que en juicio de muchísimos, graves y autorizados varones, es digno del honor de la beatificación y canonización”.

 

Luis Ángel Bermúdez Fernández