La 1ª lectura de la Misa de hoy, fiesta de “la Candelaria” o de las luces, está tomada del profeta Malaquías. Anuncia la llegada del Señor a esta tierra, a la que envía por delante un mensajero, que le prepare el camino. El Señor será en el santuario como un fuego de fundidor, que refine a los miembros de la tribu de Leví como se refina la plata y el oro. De ese modo, los sacerdotes presentarán al Señor las ofrendas de un modo adecuado, de suerte que resulten del agrado de Dios.
La Carta a los Hebreos nos indica que Jesús participó de nuestra carne y sangre, haciéndose en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Entregándose a la muerte, venció al enemigo del hombre, al príncipe del mal, y liberó a los que, por temor a esa muerte, le estaban sometidos como esclavos. Con espíritu compasivo, tiende la mano a los hijos de Abraham, para ser de ese modo un pontífice santo y fiel en lo que a Dios se refiere, y así expiar los pecados del pueblo. El hecho de tener que sufrir el dolor, hace que pueda comprender mejor que nadie a sus hermanos.
El Evangelio muestra a Jesús llevado al templo por Jesús y María, y presentado allí como primogénito. Le salen al encuentro los ancianos Simeón y Ana. El primero da gracias a Dios por haberle mantenido la vida, tal como el Espíritu Santo le había manifestado. De ese modo pudo ver con sus ojos al Mesías, al Salvador del hombre: luz que ilumina a los gentiles y gloria de Israel, su pueblo santo. Le dice a María que, merced a su hijo, muchos de Israel caerán y se levantarán; y que a ella una espada le traspasará el alma. Ana, fiel a Dios en los diversos estados por los que pasó en su vida, daba gracias al Señor y comentaba lo que el Espíritu le sugería a propósito de aquel niño, a quienes esperaban la liberación de Israel. Una vez finalizado aquel rito, se volvieron a Nazaret, donde el niño creció y se desarrolló en todos los ámbitos de la vida.
José Fernández Lago