La Iglesia celebra mañana la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Una ocasión privilegiada para recordar lo esencial que es para la Iglesia este modo concreto de vivir la fe y de entender la llamada que Cristo hace a algunas personas para que le sigan. Sin duda que por el bautismo todos somos consagrados, es decir, todos estamos llamados a conducirnos de acuerdo con el Evangelio. Pero la vida de los miembros de la vida consagrada, testimonian de un modo particularmente significativo el amor gratuito y sobreabundante de Dios a través de “la práctica gozosa de la castidad, la pobreza evangélica al servicio de los pobres y la obediencia”. Porque, con las imperfecciones propias de la condición humana, ellos encarnan aquí en la tierra el mismo modo de vivir de Cristo y la vida futura en el Reino eterno de Dios. De ahí que la Iglesia le haya otorgado siempre especial relevancia a la vida consagrada.
La pureza es el aspecto positivo de la pobreza que hace posible el servicio y dispone a ser servidor. Quiere esto decir que la castidad, la pobreza evangélica y la disponibilidad para el servicio a los demás no pueden vivirse como una pesada carga que se impone sino como una oportunidad para crecer en la fe, en la esperanza y en el amor. A veces en nuestro entorno se suele pensar que es imposible vivir el Evangelio con esta radicalidad. Sin embargo, esta misma semana hemos celebrado la festividad de Tomás de Aquino, un santo que vivió estos valores evangélicos desde la intelectualidad rigurosa y la oración ferviente.
Santo Tomás rezaba mucho y vivió en actitud de pobreza ante Dios. Sirvió a Dios como teólogo, consciente de su infinita pobreza ante Él. No traicionó nunca la Verdad, que buscó con honestidad y aceptando siempre la preeminencia absoluta del Creador. Nos enseña que, si queremos hablar de Dios, hemos de sentirnos pobres, necesitados de Dios. Tengamos pues en alta estima la vida consagrada y vivamos en la tensión de la fidelidad al Evangelio.