El hecho de que el Verbo de Dios humanado –Jesucristo nuestro Salvador– naciera de María es de tal envergadura que –desde siempre– el pueblo fiel sintió necesidad de expresar sensiblemente su cariño y veneración a la Señora por antonomasia. Pero este rico tiempo litúrgico que la Iglesia crea para preparar, esperar y “apresurar” la llegada de Jesús –en el ayer, en el hoy y en el mañana– lo es también para que estemos muy pendientes de la Mujer que nos lo trajo y que lo sigue trayendo… Eso es el Adviento, tiempo de expectante y diligente espera de la Navidad.
Así como en toda buena familia cuando a la madre se le acercan los días para dar a luz, todos los suyos suelen estar más pendientes de ella; y la animan y la miman, y, tal vez, su marido siente menos rubor en llevarle flores, o bombones, para contentarla y expresarle su admiración y cariño, algo semejante debe ocurrir ahora, cada año, con María por parte de nosotros sus hijos.
En estos días pasados he vuelto a rezar ante esa preciosa talla –del barroco gallego del siglo XVIII–, la “Virgen embarazada” que se venera en la parroquia coruñesa de Santiago… Es la Virgen de la O, o de la Esperanza, la Señora del Adviento. ¡Qué fácil resulta en este tiempo orar ante una imagen así!
Si toda mujer en estado merece admiración, atención y respeto –y casi veneración– porque es portadora de ese admirable misterio que es toda vida humana, María nos trae al dueño y Señor de la vida: ¡Él es la Vida! Y si Jesús vive en su Iglesia, y cada Navidad no es sólo conmemorar lo que ocurrió “de una vez para siempre” hace unos dos mil años, sino que es, también, preparar el nacimiento de Jesús en nuestras propias almas, ¿cómo no estar muy pendientes de quien nos lo trae? ¿Cómo no mimar a esa Madre viva, “siempre Virgen”, siempre “llena de juventud y de limpia hermosura”, que “lo esperó con inefable amor de madre”? ¿Cómo no expresarle todo nuestro cariño a la que es Purísima por excelencia?, o meternos en su arrobamiento de como envolver, tocar o besar al Hijo, como cantó Gerardo Diego en su “Letrilla de la Virgen María esperando la Navidad”: Cuando venga, ay, yo no sé / con qué le abrazaré yo / con qué // Dímelo tu, si no, / si es que lo sabes, José, / y yo te obedeceré, / que soy una niña yo, / con qué manos le tendré, / que no se me rompa, no, / Con qué…
Creo que debe de existir una especial relación entre esta magna solemnidad mariana del 8 de diciembre, la Inmaculada Concepción, y la relevancia litúrgica que tiene la figura de María a lo largo de este tiempo de Adviento.
Un autor pone en boca de Dios: “Mi mejor obra, es mi Madre”, y como cantó Lope de Vega: “No cupo la culpa en Vos, / Virgen santa, bella y clara, / que si culpa en Vos entrara, / no pudiera caber Dios. Por eso, antes de otorgarle el mejor don que se puede dar a criatura alguna: la Maternidad divina, quiso dotarla de un tesoro inmenso de gracia desde el primer instante de su concepción por sus padres san Joaquín y santa Ana: María fue llena de gracia y preservada inmune de toda mancha de pecado original. Esto quiso Dios “regalar” a María ya en los inicios del “adviento” de su vida. Privilegio singular que en los días de su vida terrena contó siempre con su activa cooperación, y nunca cesó de acrecentarse con nuevos dones de Dios. Ante la inminencia de la llegada del Mesías a la tierra, ese fue el gran regalo de Dios a la que iba a ser Madre de Jesucristo… Y nosotros, ahora, ¿qué podemos darle? Ante todo, quiere nuestro cariño, nuestro servicio, nuestra lealtad y entrega a la causa de su Hijo. Estemos seguros de que todo lo que hagamos por ella –primero en torno a esta fiesta de la Inmaculada, y a lo largo de estos días previos a Navidad–, la Señora del Adviento nos lo pagará con creces. Con el poeta le rogamos: Dorada patena, / de la gracia llena, / llena de hermosura. / Tu luz, Virgen pura, / niña inmaculada, / rasgue en alborada / nuestra noche oscura.
Jomigo