María, mujer del vino nuevo

Hay un episodio en el evangelio, el de las bodas de Cana, que debe, ineludiblemente, revisarse después de los últimos avances de la investigación bíblica, especialmente
en lo concerniente a la función de María.

Nadie sabe la de veces que hemos admirado la sensibilidad de la madre de Jesús por la finura suya, tan femenina, de intuir la confusión de los esposos, al ver que les faltaba vino. Implicó a su hijo y evitó el evidente embarazo que había entre bastidores.

Lo que parece seguro es que la intención del evangelista consiste, más que en destacar la solicitud de María en favor de los hombres o el poder de intercesión ante su hijo, en presentarla a ella como alguien que ve al vuelo la disolución del pequeño mundo antiguo y, anticipando la «hora» de Jesús, introduce en el banquete de la historia no sólo el sonido de la fiesta, sino especialmente el primer fermento de la novedad.

Fiesta y novedad, por consiguiente, irrumpen en el salón gracias a su solicitud.
Confirma esto un detalle nada baladí de la página de Juan, que bien considerado incluso se convierte en protagonista. Lo constituyen la seis tinajas de piedra para la
purificación de los judíos. Obscenas en su inmovilidad. Entorpeciendo con su amplitud prevaricadora. Gélidas, como cadáveres, por ser de piedra. Inútiles, por estar vacías, para una purificación que ni son capaces de dar.

Seis, y no siete, que es el número perfecto.

Símbolo melancólico, por tanto, de lo que nunca llegará a ser completo, ni alcanzará el confín de la madurez, que estará siempre por debajo de toda expectativa legítima y de cualquier necesidad del corazón.

Pues bien, ante este escenario de semiparálisis irreversible representado por las tinajas (de piedra, como las tablas de Moisés), María no sólo advierte que la antigua
alianza está en decadencia y que la antigua economía de la salvación, fundada en las prescripciones de la Ley, ha cerrado su contabilidad, sino que solicita decididamente la transición.

Percibe, claramente, las señales de alarma en un mundo que agoniza en la tristeza e invoca de su hijo, más que un cambio en la ley de la naturaleza, un cambio en la naturaleza de la ley. Esta no contiene ya nada, no tiene capacidad para purificar a nadie, ni es capaz de alegrar el corazón de ningún hombre.

Por eso interviene anticipadamente y pide a Jesús un pago a cuenta sobre el vino de la nueva alianza que, presente ella, brotará inagotable en la hora de la cruz.
«No tienen vino».

No es el gesto de una gentileza providencial, que se hace para evitar el bochorno de los esposos. Es un grito de alarma, que se da para evitar la muerte del mundo.

Santa María, mujer del vino nuevo, ¡cuántas veces sentimos también nosotros que el banquete de la vida languidece y la felicidad se apaga en el rostro de los comensales! Es porque escasea el vino de la fiesta.

Nada falta en la mesa, pero sin el jugo de la vid hemos perdido el sabor del pan. Masticamos aburridos los productos de la opulencia, pero con una hartura de epulones y una rabia de quien no tiene hambre. Las pitanzas de nuestra cocina han perdido los viejos sabores y hasta los frutos exóticos tienen poco que decirnos.
Bien sabes tú de dónde proviene esta inflación de tedio. Se nos han agotado las provisiones de sentido. No nos queda vino. Hace mucho que dejó de alegrarnos el ánimo el olor agrillo del mosto. Las viejas bodegas han dejado de fermentar. Y las cubas vacías sólo producen restos avinagrados.

Compadécete, pues, de nosotros y devuélvenos el gusto de las cosas. Sólo así las tinajas de nuestra existencia volverán a llenarse hasta los bordes de significados fundamentales. Y la embriaguez de vivir y de hacer vivir nos hará finalmente sentir un feliz mareo.

Santa María, mujer del vino nuevo, autora tan impaciente del cambio, que en Cana de Galilea provocaste el adelantamiento del éxodo más grandioso de la historia, obligando a Jesús a hacer pruebas generales de la Pascua definitiva, tú sigues siendo para nosotros el símbolo imperecedero de la juventud.
Porque nadie como los jóvenes percibe el desgaste de fórmulas, que ya no sirven, e invoca renacimientos, que se consiguen sólo con cambios radicales y no con restauraciones imperceptibles de laboratorio.

Te rogamos que nos libres de los contentamientos fáciles.

De las pequeñas conversiones a precio de calderilla. De remiendos cómodos.
Líbranos de las falsas seguridades del recinto, de la náusea de la repetividad ritual, de la confianza incondicional en los esquemas, del uso idolátrico de la tradición.
Cuando se nos insinúa la sospecha de que el vino nuevo rompe los odres viejos, danos la sagacidad de sustituir los recipientes. Cuando prevalece en nosotros la fascinación del «status quo», haznos tan resolutivos que abandonemos los campamentos.

Si acusamos caídas de tensión, enciende en nuestro corazón el valor para pasos audaces. Y haznos comprender que cerrarnos a la novedad del Espíritu y adaptarnos a horizontes estrechos sólo produce la melancolía de una senectud precoz.

Santa María, mujer del vino nuevo, gracias porque con las palabras «Haced lo que él os diga» nos descubres el secreto misterioso de la juventud.
Y nos concedes, también, el poder de descubrir la aurora en el corazón de la noche.

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta