Décimo cuarto día de confinamiento. Cumplimos dos semanas y la tragedia sigue desgarrando al país. No importa que ya lo supiésemos. La evidencia siempre nos apabulla, por muy avisados que estemos.
Los MCM no hacen mucho hincapié en el macabro goteo de víctimas. Es una de las pocas veces en que no caen en la tentación de lo macabro. Tal vez porque estamos ante una tragedia intensa pero diferida en el tiempo y recordar día a día sus funestas consecuencias provocaría no solo desmoralización sino también hartazgo. Y no están los medios convencionales para perder más clientes.
Me vienen a la cabeza las declaraciones, esta semana, del ministro holandés de Finanzas. Pero sobre todo de un epidemiólogo del mismo país para quien parece ser una necedad atender en una UCI a los ancianos con coronavirus. Ambos representan a uno de los países más ricos del planeta, al primer país europeo en legalizar la eutanasia. Son hijos de un liberalismo económico rabioso para quien un ser humano vale mucho menos que una mascota. Parece como si el clima frío congelara también el corazón.
Esta concepción utilitarista cosifica a la persona, la reduce a simple máquina productiva que deja de ser útil cuando ya no puede trabajar con la pujanza de la juventud. Llegados al momento de la decrepitud física ya no habría reciclaje posible. La única opción sería el estercolero. Es el triunfo, callado pero eficaz, de la deshumanización.
Estos días nos saturan con mensajes de auto ayuda. Desde los informativos a las redes sociales, desde los programas de entretenimiento a la publicidad. El slogan mil veces repetido es que de esta vamos a salir todos juntos y que nada será lo mismo en el futuro. Creo que son pamemas para animar a los hijos de esta sociedad de pensamiento débil y psicología de flanín. Somos adultos tratados como niños.
Sin embargo, creo que esta crisis es una magnífica oportunidad para cambiar. Pero para cambiar de verdad, para recuperar el norte, para tomar la vida en nuestras manos y dejar de ser como las hojas secas, siempre arrastradas por la veleidad del viento. Volar sí, pero como un piloto avezado que sabe a dónde va y controla en todo momento las variables del viaje.
¿Cómo hacer esto? Elaborando un proyecto personal de vida, un decálogo de valores y expectativas que parta con realismo de lo que somos y tenga la trascendencia por horizonte. Como todo proyecto, ha de estar escrito y debe contemplar medios, objetivos y plazos periódicos de evaluación del grado de cumplimiento. Como ha de ser realista, se alejará de ensoñaciones y objetivos imposibles. Ya habrá tiempo de ser ambiciosos, pero en un primer momento es necesario fijarse metas realizables. Y luego poner empeño, voluntad y esfuerzo para cumplirlas.
Normalmente esto exige un acompañante, una persona que haya orado y vivido, que sepa escuchar y ayude a discernir. Nada que no sea familiar a los cristianos desde hace dos mil años. Y funciona tan bien que, mutatis mutandis, es lo que venden, convenientemente maquillado, los charlatanes del crecimiento personal y la autoayuda, los coaching y los monitores de Mindfulness (ponga usted un nombre inglés y cualquier futilidad parecerá algo serio).
Antonio Gutiérrez