Vigésimo día de confinamiento. Las jornadas se alargan de un modo sorprendente. Hoy mis dos quilos y medio de imagen de Dios decidieron que el día comenzase a la una de la madrugada con un biberón intempestivo. La liturgia tiene sus complicaciones. Mi pequeña debe creerse enorme, así que, para facilitar las cosas, se encoge como un erizo en peligro y no hay modo de colocarle el babero ni de encontrarle la boca. Pero es la una y Morfeo aún no había llamado a la puerta, así que emprendemos la tarea con entusiasmo y cargados de energía. Finalizada la recarga parece que se queda dormida. Adoso mi oído a su cabecita para confirmar que, en efecto, respira. Satisfecho, me meto en la cama dispuesto a recuperarme con unas cuantas horas de sueño reparador. La ingenuidad de los padres nunca tendrá fin. Pero siento que todo está bien.
No bien han dado las cuatro en el reloj de la mesilla de noche, cuando unos inequívocos ruiditos me sacan del paraíso y me hacen saber, con cierta contundencia innegociable, que es llegada la hora de levantarse hasta el microondas a preparar el rancho de la criatura. Una hora más tarde parece que hemos terminado. En el ínterin hemos ensopado en leche el babero, la mantita en la que la envuelvo para que no se enfríe… y yo mismo parezco una torrija. Pero todo se da por bien empleado porque la criatura vuelve a quedarse tranquila en su cuna. Y siento que todo está bien.
Regreso al calor de las mantas dispuesto a recuperar el tiempo perdido. Tiempo perdido. A las seis y media el despertador biológico entra en acción y un resorte mal engrasado me saca de la cama. Corro de nuevo a la cocina. Agua en el biberón, calentar un poco, echar la leche, remover, volver a la habitación con un pie dolorido tras darle una involuntaria patada al mueble invisible cuya ubicación nunca recuerdo, saco a la niña bien envuelta en otra mantita (recuerde el lector que la primera estaba lista para la sartén una vez pasada por huevo), le pongo otro babero (por la misma causa) y comienza la delicada operación acople tetina boca. En estas estamos cuando mi entrenada pituitaria detecta que algo se nos escapa. En realidad, ya se ha escapado. Y mucho. Niña al cambiador, lucha contra los corchetes del pijama, toallitas limpiadoras, pañal inmaculado, lucha de nuevo con los corchetes y niña a la cuna. Y siento que todo está bien.
Pero no han pasado quince minutos cuando la criatura comienza a hipar, es decir, a sufrir el espasmo del hipo, de un modo estruendoso. Toca paseo, habitación arriba, habitación abajo con rítmicos golpecitos en la espalda y un “eaeaeaea” que no sirve para nada (tal vez para convocar a la lluvia), pero algo hay que hacer. Media hora después la criatura deja de hacer ruiditos y la poso en su cuna como si fuese un jarrón de la dinastía Ming. Y siento que todo está bien.
Pues no. Las primeras luces del alba comienzan a teñir de naranja el horizonte cuando dan las ocho menos cuarto. La criatura hace ruiditos que no dejan dormir a nadie. Así que la envuelvo en su mantita y me la llevo al salón. ¿Qué hacer? Pues escribir este articulillo. Son casi las ocho de la mañana. La criatura duerme en el sofá entre ruiditos que ya no molestan a nadie. La luz naranja del horizonte augura un día soleado. Curiosamente no tengo sueño y me siento más vivo que nunca. E, indigno hijo de mi Padre, sé que todo está muy bien.
Antonio Gutiérrez