Vigésimo cuarto día de confinamiento. Hoy quiero reflexionar sobre el matrimonio, esa iglesia doméstica origen de la familia, fundamento de la sociedad… y lugar “chistológico” por excelencia. Pero a pesar de los chistes más o menos burdos que se han hecho y se harán sobre él, el matrimonio sobrevive. Incluso en momentos en los que los valores imperantes parece que niegan su esencia y que lo condenan a una desaparición inminente.
No creo que esto llegue a suceder nunca porque el matrimonio da respuesta a los anhelos más hondos del ser humano, esos que siempre afloran sobre la costra de egoísmo, consumismo y superficialidad del discurso imperante. El matrimonio es amor, intimidad, confianza, apoyo mutuo, lugar de relaciones que se establecen en libertad, proyecto de vida en común. No hay nada que se le asemeje en complejidad y riqueza. Os haré una confesión (no hay problema porque seguro que esto lo leéis muy pocos). Estoy a punto de cumplir treinta y dos años casado y sólo lamento no haberlo hecho antes. Esto quiere decir que un matrimonio feliz es el paraíso. Lo que nos lleva a reconocer que un matrimonio infeliz es lo más parecido al infierno que se puede experimentar en esta vida terrenal.
El amor entre la pareja es un hijo más en un matrimonio. Nace, crece, madura. Y con la gracia de Dios y el trabajo de los esposos no muere nunca. No desaparece ni siquiera con el fallecimiento. Recordad los inmortales versos de Quevedo: “… serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”. De hecho, creo que en el cielo un matrimonio tendrá una relación mutua privilegiada. De algún modo su vida en la tierra se verá reflejada con claridad en la Gloria. Si Dios me predestinó, me llamó a una vocación concreta, esa elección ha de ser eterna.
Estos días de confinamiento he podido comprobar cuanto desea la soledad un matrimonio enamorado, cuanto busca momentos para el diálogo, para construir proyectos nuevos, para recordar el pasado que lo cimienta, o simplemente para mirarse a los ojos y admirarse del milagro que supone un amor cada vez más fuerte, cada vez más adulto, cada vez menos condicionado por lo que se aguarda o se recibe y cada vez más volcado en la felicidad del otro miembro de la pareja.
El matrimonio es una construcción histórica. Se fortalece cada vez que supera una crisis. A lo largo de treinta y dos años ha habido unas pocas. Algunas dejaron costurones en el alma. Lo curioso es que ya no se aprecia la cicatriz. Y lo más maravilloso es que sobre sus laceraciones surgió nuestra familia. La fuente del dolor más intenso que sufrí nunca fue al mismo tiempo el manantial del que surgió la familia más inesperada. Lo negativo tiende, no a olvidarse, pero sí a superarse con una tenacidad portentosa.
Más arriba dije que el matrimonio es ayuda mutua. Ciertamente la unión de una pareja es la garantía para superar las crisis más adversas. Cuando un miembro flaquea ante los golpes de la vida el otro se mantiene fuerte y el edificio resiste los embates. Los bobos de la autoayuda dirían que es trabajo en equipo. No hagáis caso a tanta simpleza. Es amor. Pura y simplemente AMOR.
Antonio Gutiérrez