Trigésimo quinto día de confinamiento. Celebramos el segundo domingo de Pascua y nuestros corazones se unen en oración a las miles de personas que estos días lloran a sus familiares fallecidos durante esta terrible pandemia. Corremos el riesgo de acostumbrarnos a las cifras, que el goteo constante de víctimas nos vacune contra la sensibilidad y la compasión ante el dolor de tantos hermanos. La abrumadora realidad me lleva a recordar, con cierta indignación, lo confieso, que durante los primeros días, cuando las víctimas eran ancianos con patologías añadidas, se nos repitió hasta la saciedad que el coronavirus era como una gripe cualquiera. Es más, tenía un índice de letalidad inferior a una gripe estacional.
En este contexto tiene más sentido que nunca volver la vista al Resucitado, al que volvió victorioso de la muerte, al que venció a las tinieblas más tenebrosas para alejarlas de nuestro futuro con su Luz. No veo más camino para derrotar a la desesperanza, al miedo… incluso a la rabia que nos pueden tentar en estos momentos.
Jesús se nos presenta hoy en nuestras casas, también con las puertas cerradas como aquella en la que se cobijaban los apóstoles en el anochecer de aquel lejano primer día de la semana. Este mediodía se presentó en el salón de mi piso mientras participábamos en una eucaristía atípica, celebrada con otros más de cincuenta hogares por obra y gracia de las nuevas tecnologías. No es lo mismo que estar codo con codo con los hermanos recibiendo el Cuerpo de Cristo. Pero es un buen remedio ante la necesidad. En todo caso, nos obliga a “comulgar” con los hermanos, a profundizar en lo que significa ser comunidad, vivir en comunión con el resto de los seguidores de Jesús, vivos o ya en los brazos del Padre.
El Evangelio de hoy, como siempre, inquieta, desinstala, perturba. Nos presenta a un apóstol incrédulo pese a haber acompañado a Jesús durante toda su vida pública y haber asistido a sus milagros y prodigios. Tomás no cree porque no ha experimentado científicamente la resurrección del Maestro. No ha tocado el cuerpo, no ha metido el dedo en las llagas. No cree en una realidad que no se puede pesar ni medir. Realmente debería ser el patrono de los científicos ateos.
Tomás somos todos cuando pedimos pruebas, cuando le exigimos a Dios milagros, intervenciones a nuestro favor: peregrino de rodillas si me curas la enfermedad, te pongo una vela si mi niña aprueba la Selectividad, te regalo un anillo de oro si mi niño encuentra un trabajo… Intentamos así controlar a Dios, manipularlo en nuestro beneficio. Expresamos así torpemente nuestra fragilidad.
Curiosamente Jesús se deja manipular. Creo que es la única vez que lo hace. Accede a darle al incrédulo Tomás las pruebas que sin ningún derecho exige. Menos mal que esta vez Tomás sí creyó. Pero a los demás se nos pide fe. Se nos invita a caminar con confianza en medio de las tinieblas que nos rodean. Para que, creyendo, tengamos vida en su nombre.
Antonio Gutiérrez