Trigésimo sexto día de confinamiento. Una mala noche me ha dado una preocupante lección de realismo. Un mal movimiento me ha causado un dolor agudo en la muñeca que, mucho me temo, me va a acompañar durante varios meses. Son los primeros síntomas de la herencia familiar que responde al común nombre de artrosis. En realidad, hace mucho tiempo que esperaba su manifestación, pero también confiaba en ser el primero en librarme. Ya saben, somos los últimos en reconocer que nos vamos poniendo viejos. Nos miramos en el espejo y nos vemos mucho más jóvenes que nuestros abuelos a la misma edad. Nos vestimos como adolescentes y nuestro cerebro está mucho más ágil y dinámico. Viajamos como ellos nunca soñaron y posponemos los efectos físicos de la ancianidad con potingues, relaciones humanas satisfactorias y un mundo de experiencias enriquecedoras que sobrepasan sus limitadas posibilidades hasta lo inimaginable. Ya soy abuelo. Pero el espejo me refleja todos los días a una persona mucho más joven de lo que recuerdo a mis abuelos.
Los años han ido cayendo, casi insensiblemente, y hace ya mucho tiempo que sobrepasé la mitad de mi existencia terrena. La vida es siempre un regalo inmerecido, y con esa consciencia debe gozarse. Somos llamados a ser sin que se nos pregunte, y esto es un misterio que sólo Dios puede aclararnos. ¿Por qué yo y no otro? ¿Por qué en este continente, en esta cultura, en este país, en esta familia? Todas estas variables conforman mi realidad y no puedo explicarlas. Simplemente se me han dado.
La vida es siempre un viaje apasionante del que ignoramos su final, aunque sabemos que tarde o temprano llegará. En la infancia y en la juventud la certeza de la muerte ni siquiera es una remota posibilidad. Los días duran más de veinticuatro horas, las vacaciones de verano son eternas, los juegos y las reuniones con los amigos no terminan nunca. De hecho, nos pasamos el resto de nuestros años recordándolas con añoranza.
La perspectiva cambia notablemente cuando te haces consciente de que te queda mucho menos de lo que ya has vivido. La ”cuesta hacia abajo” se hace evidente con los primeros y casi indetectables síntomas de la decadencia física. Miro a mi madre, que se aproxima a los noventa, y me entra un cierto vértigo. ¿Cómo se vive la cercanía del final? ¿Seré capaz de aceptarla con la paz que concede la fe? ¿Haré de mis últimos días una buena lección para mis hijas y nietos o pasaré a los brazos del Padre angustiado por el miedo al vacío eterno?
Preguntas que todos nos hacemos, o nos haremos. Preguntas y dudas que sólo Dios nos puede responder. Para obtener esas ansiadas explicaciones habrá que esperar el tiempo que Él quiera. Él tiene siempre la última palabra. Mientras tanto, le pedimos que nos otorgue fe para hacer de la muerte una buena hermana y una oportunidad para la conversión definitiva.
Antonio Gutiérrez