Miradas 46

Cuadragésimo sexto día de confinamiento. Esta colaboración podría titularse Crónica de un padre ninguneado o como los hijos acaban por desplazarte al último eslabón de la cadena familiar. Cuando mi mujer y yo ocupamos nuestra vivienda aún no teníamos hijas, así que todo el espacio era para nosotros. El primer mueble de casa fue para los libros. Cumplí mi sueño de tener una habitación convertida en biblioteca, con una hermosa mesa de despacho en la que trabajar. Era maravilloso refugiarme entre aquellas paredes. Los volúmenes de teología, historia y literatura, mis pasiones, se alineaban en los anaqueles con la armonía de un desfile militar. Sabía el lugar exacto de cada uno de ellos, de modo que no perdía un segundo a la hora de consultar cualquier dato.

La llegada de la primera hija no supuso un cambio en la geografía del hogar. Seguía habiendo sitio de sobra para todos. Lo que ya no había era tiempo para leer, no hablemos ya de estudiar, que se me olvidó por completo. A la primera le siguieron otras dos. Para atenderlas con la dedicación debida, y como los días se niegan tozudamente a tener más de veinticuatro horas, el remedio fue robarle tiempo al sueño.

Cuando las mayores ya marchaban solas, se nos ocurrió la peregrina idea de hacerle sitio a una cuarta. ¿Dónde, si no lo había? Exacto, ¡en mi despacho! Ahora no sólo no tenía tiempo, sino que, además, tampoco tenía un espacio para leer.

La pequeña creció, y ahora, como somos muy modernos y equiparamos calidad de enseñanza con el uso indiscriminado de los ordenadores, casi todo se hace desde una pantalla. En estos días de confinamiento el recurso es bueno, pero genera ciertas molestias. La pre adolescente tiene su propio portátil, pero ignoro por qué arcana circunstancia, parece que el de su padre es mucho mejor. El problema no es que lo use cuando yo lo necesito. Lo irritante es que, sistemáticamente, me lo entrega con la batería completamente descargada. Circunstancia de la que nunca se percata, lo que no deja de ser curioso, porque nunca se olvida de cargar el suyo. Por si fuera poco, durante las clases vía internet, que duran toda la mañana, también embarga mi teléfono móvil y mi tablet, en la que leo lo que compro online porque, ¿recuerdan?, ya no hay sitio en casa para más ocupantes.

Como este desplazamiento parecía poco, a ratos está en su habitación, pero en otros momentos usufructúa el salón, lugar en el que ubicamos la maravillosa mesa de despacho que salió de la biblioteca para instalarle a la niña su cama y su armario ropero. ¿Me siguen? Ya no tengo biblioteca. Ya no tengo portátil, móvil ni tablet. Ya no tengo mesa de despacho ni lugar físico en el que trabajar a horas normales. ¿Cuándo escribo? Por la noche, cuando todos duermen. ¿Cuándo leo? Por la noche, cuando todos duermen. ¿Dónde leo? En la cocina. Y cuando me echan de allí, porque también me echan, leo sentado en el cuarto de baño. ¿Ven como esta era la crónica de un padre desplazado?

Antonio Gutiérrez