Miradas 47

Cuadragésimo séptimo día de confinamiento. Es uno de mayo, el día en el que, tradicionalmente, los trabajadores defendemos nuestros derechos manifestándonos. Haciendo ruido, físico y metafórico.

En nuestra cultura la fuerza se demuestra así. Tenemos la irresistible tentación de imponer nuestros criterios vociferando más que el vecino, como si la violencia, el insulto soez o el acallar la voz del otro gritando más alto tuviesen algo que ver con el raciocinio y la argumentación fundada. En esta cultura de lo líquido poco o nada tiene que hacer un discurso ilustrado frente a la frivolidad pregonada por los medios de masas. La razón necesita tiempo para defender sus postulados, precisa contextualizar el tema en cuestión y analizar pros y contras. La razón valora y respeta las opiniones discrepantes porque le ayudan a profundizar en sus propias conclusiones. ¿Cómo puede competir con una cultura que reduce cualquier asunto a una frasecita de treinta palabras mal contadas? ¿Qué influencia puede tener una luminaria intelectual como Adela Cortina, pongo por caso, frente al desparpajo semi ágrafo de algunos tertulianos del Sálvame?

Viene esto a cuento porque acabo de leer Una educación, de la norteamericana Tara Westover. Una obra que le recomiendo a todas las mujeres y a todos los docentes. Es un libro de memorias, un testimonio de superación personal que pivota sobre dos vivencias de la autora: los malos tratos en el seno de la familia, aceptados y justificados durante años, y las catastróficas consecuencias que tiene la miopía sectaria.

Tara Westover nació en el seno de una familia de mormones. Su padre, con trastorno bipolar no diagnosticado, convierte su hogar en un infierno, aunque sólo lo percibe así ella, y tarde. Este individuo, en “nombre de Dios”, que se le ha “revelado”, se niega a llevar a sus hijos a un hospital, no les permite tomar medicinas ni vacunarse, no los lleva a la escuela y en casa tampoco les enseña. A pesar de tan desfavorables inicios, Tara descubre la necesidad de salir de los estrechos márgenes de su casa. Se sobrepone a todas las prohibiciones y a los dieciséis años comienza a estudiar. Su tesón la lleva a disfrutar una beca en Cambridge y doctorarse. Su opción le cuesta romper con sus padres. A pesar de los complejos de culpa, que la paralizan y la torturan durante años, finalmente antepone su nuevo “yo” a una fidelidad mal entendida a una familia intolerante y sectaria, autodestructiva y violenta. La autora resume bien el fondo de su libro en la frase final: “Podéis llamarlo transformación. Metamorfosis. Falsedad. Traición. Yo lo llamo una educación”.

Esta es la esencia del progreso humano. El estudio honrado, el esfuerzo, la reflexión serena, la ambición por conocer el por qué y poner esos conocimientos al servicio de los demás. Todo esto está reñido con el ruido sin sustancia, la algarabía de un carpe diem sin futuro, el consumismo inasumible por el planeta y el desenfreno sin fundamento. En definitiva, más filosofía y menos Whatsapp.

Antonio Gutiérrez