Miradas 53

Quincuagésimo tercer día de confinamiento. Vamos quitando hojas al calendario con la certeza de que se aproxima la hora de volver a una relativa normalidad en nuestras vidas. Podremos salir de casa sin demasiadas restricciones, algunos tendremos que regresar a nuestros puestos de trabajo y habituarnos a la rutina una vez superada la obligación del teletrabajo, podremos recibir a familiares y amigos en el domicilio e incluso tomarnos ese prometido café dos meses aplazado. Supongo que todos tenemos una lista de los seres queridos a los que atenderemos con prioridad. El reencuentro será emocionante y nos ayudará a valorar más las pequeñas cosas de cada día. Esas que hacen más bella nuestra existencia y en las que apenas reparamos cuando todo nos va bien.

En estas semanas no tuve ocasión de probar el teletrabajo, pero muchos de mis compañeros sí. También mi mujer ha mantenido el contacto con sus alumnos a través de Internet. Y si el método no mejora, declaro desde ahora mismo que le cedo muy gustosamente el “chollo” de trabajar desde casa a quien lo quiera. Si todo se mantiene así, yo preferiré siempre cumplir con mi profesión ejerciendo desde las instalaciones de la empresa.

Todo trabajador tiene derecho a un horario prefijado y, en consecuencia, a unas horas de “desconexión” total de sus obligaciones laborales. Salvo que se tengan responsabilidades ejecutivas, eso se cumple con la presencia física en el lugar de trabajo. Pero no ocurre así con el teletrabajo. En este invento diabólico el profesional está todo el día pendiente de las novedades. El fatídico Whatsapp recibe mensajes a cualquier hora del día o de la noche, convoca a reuniones urgentes a horas intempestivas y dinamita una prometedora cena familiar en un santiamén. Además, cualquier clase, cualquier reunión, cualquier cosa, se ralentiza hasta la desesperación. Y nadie computa como horas extra todas las que se dedican a preparar los materiales nuevos, a grabar sus contenidos e intentar subirlos a la red, lo que, dada la saturación actual, a veces se convierte en un suplicio. Por no hablar de los problemas de vista que se están detectando por una exposición demasiado prolongada a la luz de las pantallas de los ordenadores.

No dudo de que para muchas personas el teletrabajo es una opción deseable. Pero a mí me parece una estafa presentada en papel de seda e ideada por mentes sádicas que equiparo a los irresponsables empeñados en investigar fórmulas para alargarnos la vida hasta los doscientos años. ¿Habrá mayor ensañamiento que pretender que dediquemos ciento ochenta años a cotizar a la Seguridad Social cuando ahora cuarenta nos parecen una tortura?

El aislamiento es inhumano. Estamos hechos para la relación, para la cercanía. Añoramos incluso la presencia de los compañeros con los que no nos llevamos demasiado bien. Cuando todos nos volvamos a encontrar preveo sonrisas y apretones de manos impensables hasta entonces. Tengo la certeza de que incluso los enemigos harán una tregua para celebrar que la vida sigue y que estamos aquí para gozarla. Proclamo que el teletrabajo se vaya al hoyo. Yo preferiré siempre ver el rostro de los hermanos cara a cara y no a través de una fría pantalla. ¿Y ustedes?

Antonio Gutiérrez