Sexto día de confinamiento. La cifra de muertos por la pandemia es ya pavorosa, y sin embargo sabemos que lo peor está aún por llegar. El corazón se encoge, la mente se va a los cientos de familias desoladas, golpeadas por el virus y el espíritu siente la tentación de refugiarse en la paz de una capilla para preguntarle a Dios, una vez más, por el misterioso sentido del dolor y la muerte.
El coronavirus nos ha robado incluso la eucaristía dominical. Me siento huérfano, porque es una necesidad espiritual reunirme cada domingo con los cientos de hermanos que nos congregamos en la iglesia de los franciscanos en Santiago. Así que, al llegar a casa, en la tranquilidad del hogar, abro la Biblia para orar con las lecturas del día. La Palabra de Dios siempre dice algo nuevo cada vez que la proclamamos. Este domingo, cuarto de Cuaresma, no puede ser más profética. Me quedo con la carta de Pablo a los Efesios: “Examinad qué es lo que agrada al Señor” y denunciad las obras de las tinieblas.
¿Qué es lo que agrada a Dios en esta situación? ¿Qué haría Jesús en mi lugar? ¿Cuál es la actitud profética en esta hora? Sin duda, ponerse al servicio del hermano, en especial del más necesitado. Y a mi mujer se le ha ocurrido una idea luminosa. Que las multas impuestas a los irresponsables se dediquen a paliar las millonarias pérdidas que ya están teniendo tanto autónomo y pequeño empresario, tanto humilde trabajador. Y más aún. Que de los sueldos de los trabajadores que gozamos del inmenso privilegio de un salario sin riesgos se dedique una parte proporcional a ese fin. Llamémosle solidaridad, aunque esta palabra me molesta bastante. Yo prefiero hablar de caridad cristiana, de fraternidad encarnada, comprometida. Me parece una medida sensata y moralmente obligatoria. Al fin y al cabo, a los trabajadores públicos se nos quitó durante años parte de nuestro salario para pagar el agujero dejado por las prácticas corruptas y delictivas de cierto sector de la banca. Salvar a personas me parece mucho más aceptable socialmente. Y desde luego, es Evangelio en radicalidad.
Creo sinceramente que esto sí agrada a ese Dios que con toda claridad nos pide más misericordia, más amor y más conocimiento de su ser y menos sacrificios vanos. Estamos en Cuaresma. En su mensaje para la Cuaresma de este año, el papa Francisco nos recuerda el deber de compartir nuestros bienes con los más necesitados como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo.
Entraríamos así en el espíritu de la Cuaresma:
– Hacer ayuno de dinero nos hará experimentar la eventualidad en la que vive el pobre.
– Abstenerse del poder del dinero nos librará de la soberbia que da la seguridad de una cuenta bancaria saneada.
– Anteponer la oración al dinero nos hará situar nuestro corazón en el tesoro evangélico.
– Hacer de nuestro dinero sobrante limosna nos acerca al Jesús que no tenía siquiera dónde reclinar la cabeza.
– Reconciliarnos con la pobreza nos ayudará a renegar del ansia del poseer.
– Dar el dinero que necesitamos, dar hasta que duela. Esa sí que es una obra de misericordia.
– Examinemos nuestra conciencia. ¿hasta dónde llega lo que necesitamos y dónde empieza lo que nos es superfluo?
Antonio Gutiérrez