Le llamó así porque no sabía el nombre del fruto y le parecía algo exótico, venido de América. En realidad, se trataba de otra pieza. Fruta pequeña, carnosa, algo rojiza con un interior granate y una disposición de kiwi. Un tanto amargo al gusto. Atiborraba una cesta en la cocina y corría el riesgo de estropearse toda la remesa. Pero ella era una profesional. Ama de casa, sí; pero profesional. Y optó por hacer de aquello una mermelada.
El proceso le llevó tiempo: pelado, fogones, azucarar un poco (que en exceso es insano) y revolver bastante; limpiar y fregar sin cuartel contra manchas “sangrosas” difíciles de eliminar… Y cuando todo parecía listo, la prueba en la cucharilla demostró que las pepitas eran demasiado duras. Así que ¡a pasar por el colador! Con minuciosa paciencia; hasta quedar útil para el consumo. Otra mermelada sabe mejor, pero esta tenía más mérito.
Alguien capaz de convertir frutas extrañas y amargas en mermelada comestible, merecía una ovación. Salvando las distancias, recuerda la transformación del agua en vino por Jesús durante las bodas de unos parientes suyos. Recogida y reluciente la cocina, aquella cocinera, madre, ama de casa se marchó. Caminaba con achaques. La acompañaba su marido, del ganchete. Como invitados recién llegados de aquellas nupcias en Caná.
Manuel Á. Blanco