Robustiano ha caído en un pozo. Bajo tierra, escondido, escucha declaraciones en juicios interminables; disparos de armas que escupen muerte en manos de desequilibrados; promesas vacías de un rescate inminente… Un policía que llegó en piragua, se ha puesto a cocinar junto al hoyo; sus platos maestros huelen tan bien como su colonia. “Se agarra a una de mis medallas olímpicas y lo saco”, propuso. “Más sencillo, hombre”. Respondió Robustiano. “Y, por favor, no me arroje un lazo amarillo…”.
Para salir de la Cuaresma de Catacumba a la Pascua de cielo abierto, nuestro amigo necesita ayuda eficaz. Sus propósitos de sacrificio, abnegación, paciencia y cabeciña amueblada, han de complementarse con aliento constante y asistencia. Alguien se ofreció a sustituirle en el agujero, pero Robustiano se negó: “no abandonaré ni pisotearé a nadie para ascender”, sentenció. El rescate sobreviene, sólo, por pensar en los demás.
Mientras los estudiantes se manifestaban contra el cambio climático, Robustiano comenzó a raspar las paredes del pozo. La tierra caía y se depositaba a sus pies y le iban elevando poco a poco hasta la hendidura del foso. Asomó la cabeza. Le trajeron unas semillas y una cantimplora; venían algo manchadas de sangre. Las depositó y las regó. Se comprometió a cuidar aquella nueva vida: las raíces de una humanidad rescatada del abismo.
Manuel Ángel Blanco
(Cope, 22 de marzo 2019)