¡Ven! ¡Ven Espíritu Santo! Con esta oración sencilla, directa y tradicional, clama el alma cristiana por el “Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo…” Se glosa en himnos, secuencias, antífonas, cánticos: Ven, Espíritu Creador… Ven, Espíritu Santo, envía desde el cielo / un rayo de tu luz… ¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento para conocer tus mandatos… Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles / enciende en ellos el fuego de tu amor… Dios -ahora, a través de la liturgia-, actualiza la donación del Espíritu que tuvo lugar en los albores de la Iglesia naciente.
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Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, conmemoraba tanto la acción de gracias a Dios por la fértil cosecha, como la promulgación de la Ley dada por Dios a Moisés en el monte Sinaí. Fiestas bíblicas que con una solera de unos treinta y cinco siglos, celebran “las grandezas de Dios”. Si por Pascua se congregaban en Jerusalén más judíos, por Pentecostés eran más heterogéneos y cosmopolitas los devotos que peregrinaban a la Ciudad Santa venidos “de todas las naciones de la tierra” (cfr. Hechos 2,5-11). Al cumplirse los cincuenta días era como el culmen de los bienes y la metrópolis de todas las fiestas. Decía Tertuliano a los paganos de su época: “Sumad todas vuestras fiestas y no llegaréis a la cincuentena de Pentecostés”.
El domingo de Pascua -en su primera aparición-, Cristo resucitado exhala su aliento sobre los Apóstoles, y les dice: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo: Recibid el Espíritu Santo…” (Jn 20,21-22); y, antes de su Ascensión: “Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos…; …estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20).
Ahora, con la eclosión de Pentecostés, Jesucristo glorificado -como fruto de la Cruz- infunde el Paraclito en abundancia y lo manifiesta como Persona divina, de modo que la Trinidad Santa queda plenamente revelada. La misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, que, desde hoy, recoge copiosa cosecha. En adelante, el Espíritu Santo es quien obra en la Iglesia: la edifica, es su alma, la santifica…; le hará llegar -y llevar al Dios Uno y Trino-: quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus, a todas las partes, en todos los tiempos, a todas las gentes.
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El Espíritu Santo se asienta en tu alma en gracia: ¡Llámalo, trátalo!, ¡atiende dócilmente sus inspiraciones! Pídele -para ti y para la Iglesia toda-, nos comunique la plenitud de sus dones, como le pedía san Josemaría: ¡Ven, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras…”. El mundo necesita los frutos del Espíritu Santo que causan un deleite espiritual, como primicias de la vida eterna: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí (cfr. Ga 5,22).
Jomigo