El libro del Deuteronomio, nos muestra los divinos mandatos, como expresión de la voluntad de Dios. El Señor nos pide que nos convirtamos a Él con todo el corazón y con toda el alma. Los mandatos del Señor no están lejos de nosotros, sino en el propio corazón y en la propia boca. Si los tenemos en el corazón, sintonizaremos mejor con ellos. Así pues, tratemos de cumplirlos, haciendo lo que Dios siente y quiere.
San Pablo recoge en su Carta a los Colosenses un Himno acerca de Cristo. Dice de él que es imagen del Dios invisible, anterior a toda otra criatura. Todo lo que existe ha sido hecho por él y para él; y todo se mantiene en él. Él ha sido puesto por el Padre como cabeza del cuerpo de la Iglesia, primogénito de entre los muertos, y el primero en todo. El Padre ha establecido que en él residiera toda la plenitud; y por él reconcilió consigo a todos los seres humanos, haciendo la paz por su sangre derramada en la cruz.
Un letrado le pregunta a Jesús qué debe hacer para heredar la vida eterna. Jesús responde que procede cumplir la Ley de Dios: en concreto, amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y amar al prójimo como a uno mismo. El letrado le pregunta entonces quién es su prójimo, y Jesús le cuenta la parábola del Buen Samaritano. Ante un judío malherido pasaron un sacerdote y un levita, pero no se ocuparon de él; pasó, en cambio, un samaritano, tenido por cismático, y le asistió como si fuera un hermano. Ese actuó como prójimo, a pesar de no pertenecer a la nación judía: le asistió, le llevó a quien podía asistirle, y le pagó lo que procedía. Ese actuó como un verdadero prójimo. Jesús le dice al letrado que haga él otro tanto.
José Fernández Lago