San Bernardo

Contemplar la vida de un santo es acercarse a un testimonio de fe, de confianza en Dios, de obediencia a su voluntad. El santo es alguien que se fía de Dios y se ha entregado totalmente a un proyecto de amor. El secreto de quien llega a la santidad es su relación de intimidad con el Señor; tiene experiencia de amistad con Él, con más o menos gracias extraordinarias, por la que se convierte en testigo del amor divino.

SAN BERNARDO, HOMBRE DE FE:

San Bernardo, más allá de su peculiar identidad, es un creyente. Es conocido el origen de su vocación, cuando en una Nochebuena quedó dormido y sintió que la Virgen le entregaba a su Hijo, el Niño Jesús. Desde ese momento no deseó otra cosa que amar al Señor. El joven borgoñés dio fe a la visión, como lo hizo san José cuando el ángel le habló en sueños. Dice la Escritura: “El justo vivirá por su fe” (Hab 2,4) Y Jesús afirma: “Os aseguro que si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible” (Mt 17, 18-19).

La Orden del Cister estaba extenuada. Hacía más de 15 años que no entraba ningún novicio al Monasterio cuando llegó el joven Bernardo con sus hermanos y 31 compañeros más a pedir al abad san Esteban la entrada en el Cister. Y lo que parecía destinado a morir se expandió por toda Europa. Se cuentan 167 abadías filiales de Claraval a la muerte del santo, en 1153. Nada es imposible para Dios, y quien tiene fe lo puede todo. Hoy a cada uno de nosotros nos corresponde dar fe a la Providencia divina, y creer que nos sucederá lo mejor para nuestro bien y en beneficio de la Iglesia.

Buenafuente vive el momento precioso de apostar por Dios, de creer en Él, sin hacerle chantaje ni caer en un pelagianismo voluntarista. Es momento de permanecer confiados y sagaces para descubrir los posibles signos providentes, por los que podamos averiguar el querer de Dios, como nos sucedió hace cuarenta y cinco años. Entonces las once monjas que habitaban este claustro apostaron por permanecer aquí y abrir sus puertas para compartir la oración, la pobreza, el silencio, la naturaleza y la liturgia, en el ejercicio monástico de la hospitalidad. Hoy nos acompañáis hermanas de Santa Ana, que fuisteis testigos directos y manos alargadas para ofrecer extramuros el sacramento de la caridad.

FRUTO DE LA FE ES LA CONFIANZA

Desde hace tiempo, cantamos en Buenafuente: “Espera en el Señor, Él te cobija; sé valiente, sé valiente. Espera en el Señor, Él te conduce, te conduce y te cobija”. Dice la Biblia: “Los que confían en el Señor, no tiemblan, son como el Monte Sión”. Y canta un himno: “Confiar siempre en Dios es el camino recto”. Sabemos que no son palabras piadosas para consolar en tiempos de intemperie, sino que es Palabra de Dios, y el que cree y confía en el Señor no se equivoca. La confianza no es abandono pasivo, sino un ejercicio dinámico, que se demuestra en la tarea diaria, comprometida, solidaria, generosa, esperanzada, alegre y orante. Todo lo contrario del desánimo y del decaimiento por pensar que las cosas no tienen remedio.

En las actuales circunstancias, podríamos sentir agotamiento físico, y nos sorprendemos al ver que es posible una hospitalidad tan crecida al tiempo de tanta fragilidad. Sois muchos los que hacéis posible el milagro de Buenafuente y la parábola de la viuda de Sarepta: a pesar de no contar con reservas propias, no nos faltan manos solidarias de tantos voluntarios. Que Dios os lo pague.

LA OBEDIENCIA, SIGNO DE AUTENTICIDAD

Un referente para acreditar si uno se busca a sí mismo o busca a Dios, es la apertura a su voluntad. Y una señal inequívoca de que se sigue la voluntad de Dios es la obediencia. A Dios le gusta más la docilidad que la sangre de los carneros. Cuentan que san Bernardo mandó acarrear carbón a un novicio muy letrado, cosa que el joven monje hizo con mucho gusto. Pasado el tiempo, el novicio -ya monje- fue elegido Papa, Honorio III. Hay muchas anécdotas en la vida de los santos que resaltan el gesto de la obediencia. Dios la prefiere a los sacrificios.

En general, nos gusta proyectarnos en lo que hacemos, y además lo justificamos por lo útil que es, o lo necesario de nuestra ayuda. Pero muchas veces, con el bien hacer camuflamos nuestro protagonismo, y cabe que hasta nuestra vanidad. Un filtro purificador es poder constatar que uno hace lo que le han mandado, o está donde le han enviado o llamado. Cuando no se puede responder: “Vengo porque me has llamado”, como hizo el profeta Samuel, cabe el riesgo de afirmarse en lo que se realiza, y muchas veces tiene efectos dolorosos, porque al actuar con cierto protagonismo, es posible percibir distantes a los demás, reacción que hasta se puede juzgar injusta, pero es fruto de toda actuación pretenciosa.

La humildad, la sencillez, la obediencia son claves en la regla monástica, y en la convivencia familiar y comunitaria. Con su presencia, el huésped nos hace salir de nosotros mismos, nos libra de nuestro posible egocentrismo y nos permite gozar el sacramento de quienes son paso del Señor.

FÍATE DE DIOS

En definitiva, la vida del creyente es un testimonio de entrega serena. Porque, como reza el salmo: “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, el Señor va conmigo”. Es cierto que hay momentos en los que la naturaleza se resiste y aventura hipótesis adversas, ante las que uno desea evadirse, salvo que soporte la inquietud. Sin embargo, el que cree en Dios, como dice san Pablo, sabe de quién se ha fiado, y que Él nunca defrauda.

Es momento de acrisolar la pertenencia al Señor, no de echarse atrás. Aunque pueda justificarse por cansancio y debilidad la huida, el desaliento o la impaciencia, Dios es de fiar. Él cumple su palabra, incluso aun en daño propio, antes de defraudar al que le ha hecho una promesa.

ORACIÓN

Hermanas, no dudéis de vuestra llamada ni de vuestra misión en la Iglesia. Os las confirman tantos que hoy nos acompañan. Amigos, no dejéis de rezar por esta comunidad, para que Buenafuente siga siendo, si Dios lo quiere, un lugar de contemplación y de hospitalidad, un recinto eclesial testigo de la verdad de Dios.

La oración todo lo puede, y el Señor a veces permite la prueba para suscitar nuestra súplica. Demos gracias a Dios porque pertenecemos a esta historia providente. Los santos, y de manera concreta San Bernardo, nos demuestran la razón de su fidelidad, que no es otra que el amor, el saberse amados de Dios y enamorados de Jesucristo.

Que la Virgen Maria, a la que el abad Bernardo invocó con tanta confianza, interceda por todos nosotros. Que podamos ser testigos de la verdad que profesó el santo: que jamás se ha oído decir que hayan sido abandonados de la protección de la Virgen los que han acudido a ella.

Ángel Moreno Buenafuente