V Domingo de Cuaresma “B”

Con frecuencia, las Sagradas Escrituras invocan la promesa del Señor, verdadera alianza, por la que en razón del juramento que hizo a los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob; y a David, el rey que permaneció fiel a Dios, continúa el ofrecimiento divino que propone siempre la misericordia y el perdón, a pesar de la infidelidad del pueblo, y de la nuestra.

Si la palabra dada por Dios desde antiguo hizo cantar a Zacarías: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace lo alto”, cuánto mayor será la esperanza que nos debe suscitar la alianza sellada por medio de su Hijo, para perdón de los pecados.

Además, la alianza ya no quedará a expensas de que otros nos la recuerden, sino que cada uno sentirá dentro de su interior la voz que acredita la promesa divina. Desde la moción íntima cabe, en todo caso, suplicar como el salmista: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu”.

El valedor de la promesa es Jesús, a quien desearon conocer los extraños, mientras que los propios no siempre dieron fe a sus palabras. No hay tiempo que perder: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”.

A la luz de cómo Jesús lleva a cabo la alianza y de cómo se realizan en Él las promesas, se nos brinda la posibilidad de unirnos a su oblación y acoger la enseñanza paradójica del Evangelio: “Si el grano de trigo no muere, no da fruto”. La sagacidad del creyente consiste en dar la vida para ganarla; en saberse el último, el servidor, para que sea el Señor quien nos diga un día: “Ven, bendito de mi Padre”.

No caigamos en la vanidad pretenciosa que nos hace creernos perfectos e intachables, jueces inmisericordes. Ni perezcamos en la tristeza por sabernos frágiles y pecadores. A pesar de los buenos propósitos, a menudo la voz interior nos señala la quiebra de la fidelidad.

Nos corresponde la respuesta humilde y confiada, la súplica para permanecer fieles y reconocedores de la gracia, más que de nuestro esfuerzo titánico. Sorprende que Jesús. en los momentos más recios de su vida, nos enseña el secreto de su fidelidad: la relación con su Padre. Y cómo el Padre, se hace presente en la hora crítica.

A la altura de nuestra travesía cuaresmal, corresponde, por un lado, el deseo de corresponder a la fidelidad de Dios, y por otro lado, la confianza en Jesús, que se ofrece a Sí mismo para que sellar el pacto de amor entre Dios y nosotros.

Ángel Moreno Buenafuente