María, mujer del descanso

No me ha sugerido este título la «Virgen de la sillita».

Aunque la tela de Rafael Sanzio, que nos presenta a la Virgen finalmente sentada y con el niño Jesús descansando entre sus brazos, evoca una constelación de imágenes
centradas en ese arquetipo materno que mece a su criatura para dormirla.

Naturalmente, también María, como todas las madres, aplacó el llanto de su niño apretándole contra su pecho. Acunándolo tiernamente. Entonando viejas canciones
orientales para dormirle. Y velando, con preocupación, su plácido sueño.

La tradición popular ha entendido tan profundamente esta actitud materna de María, que ha elaborado para Navidad un repertorio interminable de melodías relacionadas
con el género musical más antiguo: la canción de cuna. «Duerme, no llores, Jesús amado…».
Se nos ocurre pensar que todo compositor, más que por el deseo de prestar voz a la Virgen para calmar el llanto a Jesús, se ha sentido impulsado a hacerlo para sentirse él mismo mecido entre sus brazos maternos y encontrar así descanso en su regazo.

En cualquier caso, quien me ha sugerido el título «Virgen del descanso», más que el hijo que duerme en sus brazos, ha sido el esposo que duerme a su lado. Pues, sólo junto a una mujer como María, un hombre acostumbrado a las asperezas de la vida como José, puede descansar con tanta serenidad que puede soñar ininterrumpidamente.

El carpintero de Nazaret, bien lo sabemos, es el hombre de los sueños.

De día, la experiencia dura, áspera e interminable del taller lleno de clientes y de problemas. De noche, la irrupción inevitable, serena, inenarrable en una porción de
cielo, poblado de ángeles y de presagios.

Una compensación que le brinda sin duda María, que no satisfecha con aliviarle de día el cansancio con las premuras de la mesa, le facilitaba de noche la dulzura de un
descanso que le introducía, sin esfuerzo, en aquel mundo sobrehumano, del que ella era inquilina habitual.

Quién sabe cuántas veces le habrá dicho a José: «¿Cómo estás? Te veo cansado. No te afanes tanto. Descansa un poco».

Como José tenía algo duro el oído para oír aquello, ella intervenía con una ración de paz por la noche. María, mujer del descanso. Nadie como ella sentía el «Sábado» del Señor cada vez que cantaba el salmo 22: «En verdes praderas me hace reposar…».

Quizá Jesús aprendió de ella esta forma de ternura y luego la usó cuando, al ver a los apóstoles cansados, les dijo: «Venid a un lugar solitario y descansad un poco…».

O cuando invitaba al gentío, roto por el esfuerzo de la vida, con estas palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré».

Santa María, mujer del descanso, abrevia nuestras noches cuando no conseguimos dormir. ¡Qué duras esas noches! Son como pistas apagadas, en las que aterrizan tenebrosos aparatos sin luz y de las que despegan bandadas de íncubos que hacen temblar al corazón.

Ponte a nuestro lado cuando, a pesar de los sedantes, no conseguimos pegar ojo, cuando hasta la cama más blanda se convierte en tortura, cuando los ladridos de los perros parecen dar voz a los gemidos del universo cuando las campanadas del reloj de la torre suenan en el alma como mazazos y el compás de los segundos del péndulo del reloj del pasillo no se sabe si quieren hacerte compañía, recordarte el paso imparable del tiempo o dilatar el suplicio de las horas que no terminan de pasar. Vigila el descanso de quien vive solo. Prolonga el sueño de los ancianos. Tonifica el dormitar de quien se encuentra en el hospital sometido al gota a gota. Apacigua la inquietud nocturna de quien da vueltas en la cama bajo un llanto de remordimientos. Aplaca el ansia de quien no descansa porque teme la llegada del día. Ordena los harapos de quien duerme bajo el puente. Y calienta los cartones con los que los miserables se defienden, por la noche, del frío en las aceras.

Santa María, mujer del descanso, queremos suplicarte por los que anuncian el evangelio. En alguna ocasión los vemos cansados y desanimados y parecen decir como Pedro: «Hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado
nada». Invítales a pararse un ratito cuando la generosidad pastoral les lleva a no tener en cuenta su persona. Recuérdales el deber del descanso. Aléjales del frenesí de la acción. Ayúdales a dormir tranquilos. No les dejes caer en la tentación de reducir las horas indispensables de sueño, ni siquiera por la causa del reino. Porque el estrés apostólico no es un incienso grato a los ojos de Dios.
Por eso, cuando reciten en el breviario el salmo 126, cántalo con ellos e intensifica tu voz en los versículos en que se dice que es inútil madrugar o ir tarde a descansar, pues «Dios da el pan a sus amigos aunque duerman». Comprenderán entonces que no les exhortas a que abandonen, sino que lo dejen todo en las manos de quien hace fecundo el trabajo de los hombres.

Santa María, mujer del descanso, haz que sepamos gustar el Domingo.
Que descubramos la antigua alegría de conversar con los amigos, olvidados del reloj, junto al pórtico de la iglesia. Frena nuestras prisas.
Aléjanos de la agitación de los que luchan constantemente contra el tiempo.
Líbranos del excesivo afán de las cosas. Convéncenos de que descansar a la sombra de una tienda para reemprender la marcha, vale más que recorrer distancias agotadoras sin meta.

Sobre todo, haznos entender que el secreto del descanso físico está en las pausas semanales o en las fiestas anuales que nos concedemos, que el secreto de la paz interior está en saber perder tiempo con Dios.

Él pierde mucho con nosotros. Tú, Virgen María, también.

Por eso, aunque lleguemos tarde, espéranos siempre por la noche, a la entrada de casa, después de nuestro enloquecido vaivén.

Y si no encontramos otras almohadas para descansar nuestras cabezas, ofrécenos tu hombro para que sobre él se aplaque nuestro cansancio y durmamos finalmente tranquilos.

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta