María, mujer del tercer día

Quisiera que María, en persona, entrara en vuestra casa, que os abriera la ventana de par en par y os felicitara la Pascua florida. Felicitación inmensa, cual los brazos del condenado extendidos en la cruz y tendidos hacia el cielo de la libertad.
Muchos se preguntan sorprendidos por qué el evangelio, que nos cuenta que Jesús se apareció el día de Pascua a muchas personas, como la Magdalena, las piadosas mujeres y los discípulos, no habla de ninguna aparición del hijo resucitado a su Madre. Ésta es mi respuesta: ¡No la necesitaba!
No necesitaba María que se le apareciera Jesús porque ella, la única, estuvo presente en su resurrección. Los teólogos dicen que este acontecimiento no lo contempló ningún ojo humano, que tuvo lugar en las profundidades insondables del misterio y que no hubo ningún testigo de su verificación histórica.
Yo pienso que hay una excepción: María fue la única que pudo estar presente en esta peripecia suprema de la historia. Como fue la única que estuvo presente en el momento de la encarnación del Verbo. Como fue la única que estuvo presente cuando salió de su vientre virginal de carne. Y se convirtió así en la mujer de la primera mirada sobre Dios hecho hombre. Del mismo modo, pudo ser la única que estaba presente, cuando salió del vientre virginal de piedra, del sepulcro «en el que todavía no había sido puesto nadie». Y se convirtió en la mujer de la primera mirada del hombre hecho Dios.
Los demás fueron testigos del Resucitado. Ella lo fue de la Resurrección.
Por otra parte, si la relación de María con Jesús fue tan íntima que compartió toda su experiencia redentora, es impensable que la resurrección, momento cumbre de la salvación, la viera separada del hijo.
Sería la única ausencia, y sería una ausencia extrañamente injustificada.
Para saber en qué medida la vicisitud de la Madre se adecuaba a la Pascua del Hijo, hay por lo menos dos páginas en el evangelio en las que la frase «tercer día», sigla cronológica que designa la resurrección, se refiere a la presencia, si no ya al protagonismo, de María.
La primera página es de san Lucas.
Describe la desaparición de Jesús en el templo cuando tenía doce años y su hallazgo al «tercer día». Los investigadores están de acuerdo al interpretar este episodio como una profecía velada de lo que sucedería más tarde a los discípulos, cuando Jesús realizó su paso de este mundo al Padre, en Jerusalén también, en una Pascua de años más tarde. Es decir, se trataría de una parábola alusiva a la desaparición de Jesús bajo la piedra del sepulcro y a su reaparición tres días después.
La segunda página es de san Juan.
Asistimos a la boda de Cana, en la que la intervención de María, anticipando la «hora» de Jesús, introduce en el banquete de los hombres el vino de la nueva alianza pascual y hace que aparezca anticipadamente la «gloria» de la resurrección.
También este episodio comienza con una expresión bien precisa: «El tercer día».
María es, por tanto, alguien que tiene que ver con el «tercer día», hasta el punto de que no sólo es la hija primogénita de la Pascua, sino que de alguna manera también
es la madre.
Santa María, mujer del tercer día, despiértanos del sueño de la roca. Y el anuncio de que también para nosotros es Pascua, tráenoslo tú en el corazón de la noche.
No lo dejes para las primeras luces del alba.
No esperes a que las mujeres vengan con los perfumes. Ven, tú primero, con el reflejo del Resucitado en los ojos y con los perfumes de tu testimonio directo.
Que cuando las otras Marías lleguen al huerto calados los pies por el rocío, nos encuentren ya listos y sepan que tú, única espectadora del duelo entre la Vida y la Muerte, las has precedido.
No es que no demos crédito a sus palabras; es que sentimos tan encima los tentáculos de la muerte, que su testimonio no nos basta.
Claro que ellas han visto el triunfo del vencedor; pero no han experimentado la derrota del adversario.
Sólo tú puedes asegurarnos que la muerte ha sido muerta de veras, pues la viste tú exánime en el suelo.

Santa María, mujer del tercer día, danos la certeza de que, a pesar de todo, la muerte no tendrá opción alguna sobre nosotros.
Que las injusticias de los pueblos, tienen los días contados.
Que los relámpagos de las guerras, se irán reduciendo a luces crepusculares. Que los sufrimientos de los pobres, han llegado a sus últimos estertores.
Que el hambre, el racismo y la droga, son el suma y sigue de viejas contabilidades en bancarrota.
Que el aburrimiento, la soledad y la enfermedad, son los atrasos debidos a antiguas gestiones.
Y que las lágrimas de todas las víctimas de las violencias y del dolor, serán pronto enjugadas como la escarcha por el sol de primavera.

Santa María, mujer del tercer día, quítanos del rostro el sudario de la desesperación y deja, liadas para siempre en un rincón, las vendas de nuestro pecado. A despecho de la falta de trabajo, de casas y de pan, confórtanos con el vino nuevo del gozo y con los ázimos pascuales de la solidaridad.
Concédenos un poco de paz. Impide que mojemos el bocado traidor en el plato de las hierbas amargas.
Líbranos del beso de la vileza.
Presérvanos del egoísmo.
Y regálanos la esperanza de que, cuando llegue el momento del desafío definitivo, puedas ser para nosotros, igual que para Jesús, arbitro que homologue finalmente al tercer día nuestra victoria.

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta