María, mujer sin retórica

2 de Mayo

 Sé muy bien que no es una invocación de las letanías lauretanas, pero si tuviéramos que redactar, de nuevo, nuestras oraciones a María, con términos más laicos, el primer apelativo que deberíamos darle es éste: mujer sin retórica.

 

Mujer auténtica, en primer lugar.

Como Antoñita, esa muchacha que no puede casarse todavía porque ni ella ni él tienen trabajo. Como Patricia, la peluquera de la vieja ciudad que vive feliz con su marido. Como Angela, la viuda de Leo, muerto recientemente en un naufragio, que se ha quedado sola con tres hijos. Como Rosa, la monja que trabaja entre los drogadictos de un centro de acogida en la gran ciudad.

 

Mujer auténtica que toma en sus manos agua y jabón.

Porque no esconde trucos espirituales. Porque, aunque bendita entre las mujeres, pasaría inadvertida entre ellas, si no fuera por la prenda que Dios quiso confeccionarle a medida: «Vestida de sol y coronada de estrellas».

 

Mujer auténtica, pero sobre todo mujer de pocas palabras.

No por tímida, como Pepita, que siempre calla por miedo a equivocarse. No por indecisa, como Daniela, que se rinde sistemáticamente a los abusos de su marido, hasta el punto de dar por terminada toda discusión concediéndole la razón. No por árida de sentimientos o por incapaz de expresarlos, como Lidia, quien desborda de sentimientos y, sin embargo, nunca sabe por dónde empezar y enmudece.

Mujer de pocas palabras porque, anclada en la Palabra, de tal modo ha vivido su esencialidad, que sabe distinguir, sin excesiva fatiga, lo genuino entre mil sucedáneos,

la tela auténtica en la muestra de los tenderos, la palabra verdadera en una librería de apócrifos, el cuadro original entre un montón de imitaciones.

Ningún lenguaje humano habrá sido tan denso de significado como el de María: monosilábico, con palabras breves como un «sí»; susurrante, con palabras como «hágase»; de abandono total, como un «amén»; de reverberaciones bíblicas, hilvanado con el hilo de una vieja sabiduría, alimentada de silencios fecundos.

 

Icono de la antirretórica, no posa para nadie.

Ni síquiera para su Dios.

Menos aún para los predicadores, que a menudo la han usado para desahogar su prolijidad. Justamente porque no hay nada declamatorio en ella, pues todo es oración, queremos que nos acompañe a lo largo de las veredas de nuestra pobre vida, con un ayuno especialmente de palabras.

 

Santa María, mujer sin retórica, ruega por nosotros, enfermos incurables de grandilocuencia. Más hábiles en el uso de la palabra para esconder los pensamientos que para revelarlos, hemos perdido el sabor de la sencillez.

Seguros de que, para afirmarse en la vida, hay que saber hablar, incluso cuando no se tiene nada que decir, nos hemos convertido en prolijos e incontinentes.

Expertos en tejer telarañas de vocablos sobre los cráteres de la «falta de sentido», nos precipitamos, frecuentemente, en las trampas negras de lo absurdo como moscas en el tintero.

Incapaces de ir al centro de las cosas, nos hemos hecho un alma barroca, que usa los vocablos como si fueran figuras de yeso y envolvemos los problemas con las volutas de nuestras astucias literarias.

Santa María, mujer sin retórica, ruega por nosotros pecadores, en cuyos labios la palabra se pulveriza en torbellinos de sonidos sin sentido. Se deshace en mil láminas de acentos desesperados. Se convierte en voz, pero nunca en carne. Nos ilusiona con la comunión, pero ni siquiera alcanza la dignidad del soliloquio. Y aun después de haber pronunciado tantas palabras, hasta con elegancia y de un tirón, sentimos la pena de una aridez indecible, como los

mascarones de esas fuentes que han dejado de dar agua y en cuyo semblante sólo queda la contracción de una mueca.

Santa María, mujer sin retórica, cuya sobrehumana grandeza depende del estremecimiento instantáneo de un «sí», ruega por nosotros pecadores, perennemente expuestos, entre convalecencias y recaídas, a la intoxicación de

las palabras.

Protege nuestros labios de la palabrería inútil.

Haz que nuestras voces, reducidas a lo esencial, partan siempre de los recintos del misterio y lleven el perfume del silencio.

Haznos semejantes a ti, sacramento de la transparencia.

Y ayúdanos para que, en la brevedad de un «sí» dicho a Dios, nos sea dulce naufragar como en un mar sin confines.

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta