Miradas 19

Décimo noveno día de confinamiento. Entra un sol esplendoroso por mis ventanas. Tan vigoroso que el haz inunda el pasillo y pone en peligro el color de los muebles. Su fuerza augura la explosión de vida primaveral. Comienza a calentar el cuerpo, y también el alma. Despeja el frío atenazado en los huesos durante el largo invierno que ya declina y expande el optimismo que nos inspira la luz. Sin embargo, cuando me acodo en el alféizar me invade un desasosiego que se viste de tristeza y nostalgia. En el inmenso parque que ocupa todo mi campo de visión no hay niños. Está huérfano de gritos y carreras, de risas y madres desnortadas que pasan las tardes corriendo con un bocado de merienda en la mano sin encontrar casi nunca a su destinatario.

Los columpios sólo juegan con el viento y por sus bruñidas superficies ahora resbala un polvo sutil que hará camino cuando sus legítimos dueños vuelvan a tomar posesión de ellos. Los árboles han dejado de ser imaginarias porterías de fútbol y los pájaros que anidan en sus ramas ya no levantan el vuelo espantados por los gritos de euforia y las discusiones apasionadas sobre la trayectoria, siempre subjetiva, de la pelota. Los arbustos sueñan con volver a convertirse en casitas en las que siempre es hora de comer o en improvisados refugios de guerras incruentas en las que al ruido del disparo nunca le acompaña una bala.

La hierba ya no amortigua las rodillas infantiles, libros abiertos que relatan accidentes pasados y que esperan la siguiente caída para renovar contenidos. Las mesas de piedra añoran el mantel de tela y las comidas campestres que algunos vecinos gustan compartir con familiares y amigos en las largas tardes del verano. Y no hay ancianos, inmunes a la amenaza del paso de los años, desafiando los aparatos de gimnasia colocados por el ayuntamiento para que muevan sus gastadas articulaciones y curen sus añoranzas con nuevas amistades.

Todo es paz y quietud. Pero se me asemeja a la paz de los cementerios. Se agradece un momento, pero luego cae sobre nuestro espíritu como una losa. Somos seres sociales que sólo se desarrollan adecuadamente en compañía. Necesitamos al otro, aunque a veces nos moleste hasta su pestañeo.

Acodado en la ventana vienen a mi memoria aquellas no tan lejanas tardes en las que mis ojos perseguían las evoluciones de mis hijas. Cuántas veces esbocé una carrera solícita que no hacía falta. Cuántas conversaciones con madres de las que no recuerdo ni siquiera el nombre, pero con las que me unía el compañerismo que genera una misión común. Y sonrío al recordar que nunca fui capaz de leer una línea a pesar de que siempre bajaba un libro con la ingenua esperanza de “aprovechar el tiempo”. Ahora daría algo por revivir, siquiera una vez, aquellas tardes en las que mis niñas eran princesas perfectas y yo era para ellas el héroe inmarcesible que todo lo podía.

Entra un sol esplendoroso por mis ventanas. Y acodado en el alféizar sueño con el futuro esplendoroso que nos espera pacientemente.

Antonio Gutiérrez