Carta a los sacerdotes

Ciudad del Vaticano, 9 de mayo de 2020

Prot. N. 2020 1685

Querido Don Juan José,

En las vísperas de la fiesta de San Juan de Ávila, aprovecho la oportunidad que me brinda la Comisión Episcopal para el Clero y los Seminarios de la Conferencia Episcopal Española, para enviar, a través de esta carta, un mensaje de reconocimiento y de ánimo a los sacerdotes y diáconos de esa querida nación, que tanto ha sufrido los efectos del Covid-19.

He tenido noticia de que más de cincuenta sacerdotes españoles han perdido la vida a causa del coronavirus, algunos por las complicaciones de enfermedades precedentes; otros porque, a pesar de poner los medios disponibles, han sido contagiados cuando estaban dedicados a la atención espiritual de enfermos y al servicio a personas necesitadas. El sacrificio de estos sacerdotes y de tantas otras personas, que han arriesgado y perdido su vida, por llevar salud, alimentos, consuelo, esperanza… nos recuerda que Dios nos ha dado la vida para compartirla, para entregarla generosamente (cf. Mc 8,35). El testimonio de estos sacerdotes es un buen antídoto contra la tentación de utilizar egoístamente el ministerio sacerdotal, para alcanzar bienes materiales, prestigio, intereses particulares, prebendas… Además, ellos anuncian silenciosamente que Dios no se deja ganar en generosidad: nos llama por amor, nos da el ciento por uno en esta tierra —aunque padezcamos— y en la edad futura, vida eterna (cf. Mc 10,30).

En este tiempo de confinamiento, la caridad pastoral de los sacerdotes españoles se ha manifestado especialmente creativa, con el objetivo de que el Pueblo de Dios —y también aquellos que no se consideran miembros de la Iglesia— pudieran sentir la cercanía de Dios y la solidaridad de la comunidad cristiana. Doy gracias a Dios por todas las iniciativas que se han puesto en marcha en estas semanas extrañas, en las que, por otra parte, hemos podido redescubrir algunos aspectos importantes de la vida cristiana, en general, y de la vocación sacerdotal, en particular: la celebración de la fe en las familias y en pequeñas comunidades, que complementa y enriquece la celebración de la Eucaristía en las parroquias; el acompañamiento personal a los fieles, a veces a través las nuevas tecnologías; la oración pausada, en la que, con la ayuda de su Santo Espíritu, podemos vislumbrar el paso salvador de Dios por la vida de personas, familias y pueblos.

También quisiera destacar que esta dolorosa circunstancia nos ha ayudado a valorar la aportación de tantas personas anónimas, que han trabajado, asumiendo riesgos importantes, por la salud y la supervivencia de todos los ciudadanos. Asimismo, nos ha permitido tomar más conciencia de la importancia de nuestra misión, ya que todo ser humano necesita, además de recursos materiales y atención médica, espacios para poner nombre a sus sentimientos, luz y fuerza para seguir amando y confiando, para enfrentarse a la incertidumbre, a la enfermedad, a la muerte de seres queridos y al fin de la propia vida.

Finalmente, deseo invitar a todos los sacerdotes y diáconos a mirar hacia el futuro. La crisis motivada por el Covid-19, además de provocar mucho dolor y sufrimiento, favorece algunas condiciones decisivas para el desarrollo de la vida cristiana: la conciencia de la fragilidad del ser humano, la caída de tantas falsas seguridades, las preguntas por el sentido de la vida, la necesidad de la solidaridad especialmente con los que sufren, el testimonio de entrega, fe y esperanza de tantos hijos e hijas de la Iglesia; así como la evidencia de que nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo (homilía del Santo Padre, del 27 de marzo de 2020).

Esta realidad amarga, pero preñada de gracia, es una llamada a reavivar nuestro amor. Así lo enseñó San Juan de Ávila: No esperéis horas ni lugares ni obras para recogeros a amar a Dios; mas todos los acontecimientos serán despertadores de amor. El doctor de la Iglesia y patrón del clero español nos invita a sentir males ajenos y llorarlos, a importunar a Dios por los prójimos, a tener corazón de madre y manos largas con los desconsolados y pobres.

Invoquemos, por tanto, al Espíritu Santo, para que pastores, laicos, religiosos y religiosas sepamos aprovechar este kairos, de modo que nuestras comunidades cristianas se renueven en la fe y sean, en la nueva realidad que nos espera, hogares con las puertas abiertas a todas las personas y hospital de campaña para los pobres de siempre y para quienes ya están sufriendo las consecuencias económicas de esta pandemia.

Aprovecho la circunstancia para pedir a los sacerdotes y diáconos de España que recemos unos por otros y, de modo especial, por el Santo Padre Francisco, ejemplo de una vida sacerdotal entregada a su Pueblo y guía luminosa para todas las personas de buena voluntad, especialmente en la hora, dolorosa y apasionante, que nos toca vivir.

Querido Don Juan José, le saludo cordialmente y me confirmo con sentimientos de respeto y estima, de Vuestra Eminencia Reverendísima
afmo. en el Señor

+ Beniamino Card. Stella
Prefecto