Cuenta San Lucas cómo San Pedro y San Juan iban a rezar al templo de Jerusalén, cuando se encontraron con un lisiado. Este, siguiendo su costumbre, les extendió la mano, para pedirles limosna. La respuesta de Pedro no se hizo esperar: “Oro y plata no tengo; pero lo que tengo, eso te doy. En nombre de Jesús el Nazareno, levántate y anda”. Y aquel lisiado, ni corto ni perezoso, se levantó y empezó a dar brincos de alegría.
Pedro aprovechó la ocasión para indicar por qué aquel cojo de nacimiento podía entonces andar con normalidad. Se debía a que el Dios de los Padres había glorificado a Jesús de Nazaret, después de haberle ellos entregado a la muerte, siendo el autor de la vida. Eso lo había ya anunciado de antemano el Señor, por boca de sus profetas: que su Ungido había de padecer y morir. Por eso les pide que se conviertan, a la espera de los tiempos de la restauración. Jesús era el profeta al que se refería Moisés como aquel al que ellos debían escuchar. Todos los profetas hablaron de esos días; y ellos, si se apartan de sus maldades, recibirán las bendiciones por medio de Jesús, el Hijo del Eterno Padre.
José Fernández Lago