Desde Adán y Eva, lo fácil, la solución al alcance de cualquiera, es la vía de Caín. Abel desaparece del mapa y los problemas con él se terminan. Aparentemente; físicamente; materialmente hablando. Es el camino más corto. Como el de apretar el gatillo en la guerra. O el de irritar la garganta insultando en vez de cantar con ella o animar en un estadio. Como decidir que un niño o una niña engendrados no han de vivir.
El aborto no encaja bien en las leyes porque si la ley tiene que ver con la verdad, ésta ha sido retorcida tantas veces que se ha convertido en un espejo roto o azogado que ya no sirve para reflejar las grandezas del ser humano. Con el aborto no se soluciona la alegre acogida en el mundo de una nueva criatura humana. Pero tampoco la limpieza de una conciencia, ni el castigo de un criminal, ni el logro de un derecho, ni un descuido amoroso.
Hammurabi, legislador pionero, sostenía que el código debía servir para «disciplinar a los malos y evitar que el fuerte oprima al débil». Según parece, la nueva vuelta de tuerca en la legislación abortista se atreve a decir quiénes son los malos y los buenos y a convertir al débil micro bebé en feto opresor. No a juzgar; sí a perder tiempo en detectar la raíz de los problemas; sí a ofrecer soluciones que no hacen daño a nadie, en positivo; repartir vida… He aquí el camino difícil; el lento, largo y fatigoso; pero el más reparador, amable y duradero. Con dinero público o privado, arregla las cosas cualquiera. Aparentemente. Y nosotros no debiéramos ser cualquiera.
Manuel Á. Blanco