Cuando se plantea la posibilidad de que los políticos lleven a cabo debates en los Medios de Comunicación, una ola de pavor se cierne sobre la ciudadanía: aburrimiento; saturación; postureo; lección aprendida; ataques y descalificaciones; rascar en los sentimientos más que aportar ideas y soluciones… Existen personas a las que le encanta la política y les gustaría sacar algo en limpio, participar al máximo en cada histórica cita electoral.
Agrada escuchar a quien habla bien en público, dice la verdad o respeta con delicadeza a sus interlocutores. Pero los debates tienden a degenerar. La doctrina católica se ha enfrentado siempre a una desafiante paradoja: por un lado, la necesidad de compartir la fe, explicarla para deshacer “cacaos” mentales y razonarla para crecer en el amor a Cristo. Por otra parte, la verdad es una e innegociable. Entonces, ¿cabe debatir?
Los debates sobre fe y moral cristianas no son broncas; tampoco negociaciones donde disimular la propia identidad en favor de acuerdos cómodos, satisfactorios para la mayoría. La fuerza de los argumentos reside en la Revelación de Dios que muestra amor, luz y verdad; con imágenes y ejemplos personales. En positivo, tratando bien. Las críticas, se escuchan para aprender. No se trata de convencer o ganar. Más bien, de dar testimonio.
Manuel Á. Blanco