Querido diario: una extraña sensación me persigue mientras avanzo por el Camino de Santiago. Es como si, tras de mí, los pilares que sustentaban el planeta se fuesen demoliendo uno a uno. No pretendo regresar a tiempos pasados pero siento que el suelo de valores que pisaba se derrumba tras de mí. Los abusos a menores, el género, la política y su batalla por el poder, la guerra, los puestos de trabajo… Dios mío, ¿qué queda en pie?
Creo que hemos sido pasto de las llamas de nuestras propias obsesiones. Todavía hoy seguimos medio “colocados” con lo que quiera que se fumase durante aquel mayo del 69. Predicaban, entonces, un amor tan “libre”, que ha conseguido huir y sembrar dolor en muchas separaciones. Hoy continuamos echando gasolina al fuego de los deseos, fomentando las apuestas, el sexo, el alcohol o cualquier otra codicia que incluya dinero. Después, se intenta, sin éxito, apagar el incendio incontrolado que aparece.
Jesús de Nazaret no sólo decía palabras bonitas. No hubieran hecho mella ni causado tanto revuelo. Cristo predicaba con el ejemplo. Arrastraba sin “márketing”. Atrévanse los cristianos a protagonizar una “profecía” insólita, desconcertante: la Iglesia está llamada a jugar un papel clave en la regeneración del mundo. Ya nadie está en condiciones de aleccionarla. Siempre que no lo impidan el botón nuclear u otra pandemia devastadora, la Barca de Pedro, con humildad y verdad, pedirá perdón por sus miserias y seguirá poniendo los ladrillos de la civilización del Amor auténtico.
Queda mucha Cuaresma por delante. Será dura, como una liga disputada. Pero está ganada. Quien le pite un penalti a la Iglesia, que revise el V.A.R. de una competición alterada con ideologías y titulares. Ella es de barro, claro. Pero alberga, con toda certeza, las semillas de la Resurrección.
Manuel Á. Blanco