Diario de un peregrino

El inocente dedo de un niño señalaba los asientos más pegados al piloto: “¿allí qué hay, mamá?” Los pasajeros de las filas contiguas sonreían. Correr la cortina de Primera Clase suscitaba curiosidad. Tal vez algunos usuarios desearían pasar desapercibidos. Pero otros, restregarían con gusto al mundo tal exclusividad. “Luego vemos, Gabi”, respondió. Ni siquiera Pedro hubiera podido eternizarse en la dicha de las tiendas del Monte Tabor.

Muchos se entusiasman en la “lucha de clases” hasta que alcanzan la cima de la jerarquía. Entonces comienza otra batalla: la de conservar los privilegios. La dimensión desconocida tras la cortina de Primera Clase contine baños propios, “alpiste” mejorado y gratuito, espacio entre butacas, pasillos sin tránsito o la “pole position” para salir del avión. No son imprescindibles. Ni culpables quienes no lo alcanzan. El destino es el mismo.

Siempre hay un resquicio. Las personas que llevan “inoculado” el “síndrome” de la “vieja del visillo” saben cómo burlar el perímetro de seguridad de un “Primera Clase”. Después aparece la decepción: “no era para tanto… ni aunque viaje tal famosa o cual deportista…” Carecer de asiento “vip” no supone fracaso, equivocación ni desánimo. El amor de la madre pidió al comandante ver la cabina con su hijo. Concedido. “Transfiguración”.

Manuel Á. Blanco