Domingo “In albis”. Domingo de la Divina Misericordia

He sido invitado, junto con otros misioneros de la misericordia, a concelebrar con el Papa este día y a vivir la expresión de la catolicidad de la Iglesia en la Plaza de San Pedro.

Me he preguntado muchas veces por el regalo de haber sido nombrado brazos y manos del perdón divino, y como el apóstol santo Tomás, quizá no tengo otro título que el de haber sido acogido en las heridas del Resucitado.

Si cuando en tiempos de Moisés, los mordidos de serpiente se curaban mirando al estandarte levantado en forma de serpiente, y cuando el apóstol, herido por la ausencia del Maestro, queda sumergido en el dolor hasta poner sus manos y sus ojos en las manos y en la mirada de Cristo, que le muestras las hullas de su Pasión  y así queda restaurada su fe, he entendido que el antídoto a la hora de nuestras pruebas es comprenderlas como testigos, al compartir las señales de quien ha dado su vida por amor.

No es fácil asumir el dolor con sentido trascendente, pues cuando uno es marcado con la prueba, esta tiene un poder totalizador que sumerge en la oscuridad. Sin embargo, si a pesar de la justificación de hundirse en las heridas, que es posible tener, se tiene la sagacidad de mirar al Resucitado, al desasirnos de la amargura y al acoger la invitación a fijarse en el dolor de los otros, y en concreto en las palmas de las manos de quien ha sido crucificado, cabe llegar a comprender y hasta sentir que donde está la herida está el don.

Nos herimos donde más vulnerables somos, y estar entre los heridos es prueba de que estamos entre los que perciben con mayor agudeza los sonidos dramáticos del dolor humano, y también los deseos de felicidad personal, que se descubre paradójicamente cuando se sabe ofrecer la vida por los demás.

El Resucitado no es alguien que nos quiera endulzar la amargura, sino Aquel que comparte con nosotros las desgarraduras que nos hieren a lo largo de la historia.

Atrévete a ser profeta en tu herida y a comprenderla desde la luz de Quien ha superado la muerte y nos muestra como trofeos las señales de su Pasión. Si hay alguna llaga terrible, es la de perder el sentido y la dirección del camino. Jesús, en sus diálogos con el apóstol Tomás, le asegura: “Yo soy el camino, la verdad, y la vida”.

Atrévete a levantar los ojos y a salir de tu ensimismamiento. Si logras superar la justificación en tu aislamiento y de tu soledad y sales de ti mismo, recuperarás el gozo que concede todo movimiento solidario, especialmente el de quienes se acercan a los demás desde la experiencia de haber sido probado.

Atrévete a confesar a Jesús, como el Apóstol: “Señor mío y Dios mío”, y habrás logrado vencer el riesgo de la tristeza, de la melancolía, y hasta de la depresión.

Ángel Moreno Buenafuente