- Francisco Iparraguirre Rodríguez falleció el pasado 31 de octubre
La última vez que vi personalmente al padre Francisco fue no hace muchos años, de manera casual, en el Jardín de San Carlos. Me encontraba de viaje en la ciudad y haciendo una de mis rutas melancólicas, nos cruzamos no muy lejos de la tumba de Moore. Él llevaba enrollada en la mano derecha su vieja cámara fotográfica. Me contó entonces lo que yo ya sabía, su afición por la fotografía y el caminar siempre acompañado de ella. Dando varias vueltas al jardín rememoramos muchas historias del pasado y también del presente, con aquella ironía que salía de una persona alta, fuerte y, en apariencia, seria.
El padre Francisco, por así decirlo, fue mi primer profesor de Humanidades en Colegio de los Dominicos. Lo mismo daba clases de latín o griego, que de literatura española. Sus charlas rebosaban de lecturas de poemas y prosas de los autores estudiados. Fue el primero que me enseñó la métrica, y esto jamás se olvida. De él oí por primera vez hablar de Jorge Manrique, de Cervantes o de Bécquer. Sus clases eran muy amenas e instructivas. También nos hacía escribir poemas y narraciones propias, comentando entre risas que algunos de nosotros podríamos llegar a ser grandes escritores como los allí tratados. Luego, con el tiempo, el padre Francisco, fue el impulsor de otras actividades culturales como el teatro, el cine o la música.
Las clases de Humanidades las daban los propios dominicos, gentes muy jóvenes, de apenas treinta años, la mayoría de ellos provenientes de Burgos y Navarra, con muy buena formación clásica. Las ciencias las impartían gentes ajenas. Por ejemplo, las matemáticas o la educación física la daban militares. Aún me acuerdo perfectamente de sus nombres. Militares que acudían a las clases con su uniforme. Si a mí ya, de entrada, me imponían estas materias, la vestimenta no me ayudaba mucho a congraciarme con las mismas. El orden marcial se compaginaba con la liberalidad de las artes. Y el padre Francisco, que también pintaba y escribía, nos creaba ese espacio de libertad.
Ni el tiempo, ni la distancia nos alejó. Cuando fui nombrado director del Instituto Cervantes y luego ministro de Cultura, me ofrecí a visitarlo al convento y comer con la comunidad. Fue una gran alegría para todos. En la biblioteca del colegio tenían muchos de mis libros. Cuando murió mi madre, en enero del año 2014, mi hermana y yo quisimos cumplir con su deseo de celebrar su funeral en la Iglesia de los Dominicos. Por una serie de razones no se podía llevar a cabo allí. Lo trasladamos entonces a la Colegiata muy cercana. Poco tiempo antes de dar comienzo la ceremonia, apareció sorpresivamente el padre Francisco con dos dominicos más y, junto con el sacerdote, llevaron a cabo la ceremonia. Para mí eso fue y seguirá siendo toda mi vida, un gesto extraordinario.
Recordaré siempre al padre Francisco como un familiar, como una persona ejemplar, como un educador paciente e ilustrado, como una persona que solo supo hacer el bien y así nos lo inculcó. Y así hemos tratado de no defraudarle.