El profeta Daniel anuncia tiempos difíciles, en los que el arcángel San Miguel se presentará como defensor de los creyentes. Entonces será el momento de la salvación de todos aquellos cuyos nombres aparecen escritos en el libro. Será el momento de la resurrección, cuando los que dormían en el polvo despierten para alcanzar una vida eterna o bien para iniciar un estado de perenne ignominia. Entre los que consigan alcanzar la vida, por la gracia de Dios, se encuentran los sabios, que brillarán con gran fulgor; y también los que enseñaron la justicia a los hombres. Estos resplandecerán “como chispas que prenden en un cañaveral”: serán como las estrellas, por toda la eternidad.
La Carta a los Hebreos presenta lo que acontece con Cristo, de modo contrapuesto a lo que sucede con los sacerdotes de la Antigua Ley. Estos ofrecían a diario sacrificios, y de modo especial el Día de la Expiación. Cristo, en cambio, ofreció un solo sacrificio, y con él logró el perdón de los pecados, de suerte que en adelante ya no son necesarias las ofrendas, pues él, con una sola, ha consagrado a todos. Ahora está sentado a la derecha de Dios, mientras que el Padre pondrá a todos sus enemigos como estrado de sus pies. El último de estos, dirá San Pablo, será la muerte.
Jesús, en el llamado “sermón escatológico” (referido al final de los tiempos), muestra que los seres materiales, que ofrecían su luz a los hombres, dejarán de iluminar. Sin embargo aparecerá el Hijo del Hombre sobre las nubes del cielo. Vendrá lleno de poder y majestad. Entonces recogerá a los suyos, cuantos en él esperaron. Por los signos que tendrán lugar entonces, se podrá percibir lo que está para llegar, del mismo modo que, cuando los árboles brotan, vemos que llega el verano. Sin embargo, nadie conocerá en concreto cuándo será.
José Fernández Lago