El pasado fin de semana se cerraban en Santiago los trabajos del Sínodo Diocesano. Las asambleas generales que se celebraron desde el pasado mes de octubre finalizaron su reflexión sobre las ponencias que habían sido objeto de estudio. Todo ese material, junto a las aportaciones realizadas en las asambleas, ya están en manos del arzobispo, monseñor Julián Barrio, para su definitiva aprobación y que se conviertan, así, “en normativa diocesana”, tal y como se indica en el “Mensaje Final del Sínodo Diocesano”. Este mensaje, que ofrecemos íntegro a continuación, es un fiel resumen de lo que ha sido el denso trabajo sinodal desde el año 2012, fecha en la que “nuestro arzobispo, Julián Barrio Barrio, convocaba a la diócesis compostelana para que se embarcase con ilusión decidida en este proyecto”. El mensaje es, también, un texto de llamada a todos los diocesanos desde la esperanza. “Desde esta esperanza”, se lee en el mensaje final, “que es deseo y confianza que nos vienen de Dios, nos dirigimos a todos los diocesanos para animarlos a participar en esta etapa, que puede parecer la más dura, pero que, con la gracia divina, será también la más fecunda, en la que las orientaciones sinodales habrán de ponerse en práctica. De todos, sacerdotes, religiosos y seglares, cada uno desde su propia responsabilidad eclesial, dependerá que todo esto no quede en un sueño”.
Mensaje final del Sínodo Diocesano
Al concluir el periodo de sesiones, el Sínodo Diocesano vuelve inevitablemente la vista hacia atrás para recordar los momentos vividos desde el que ya parece lejano año 2012, cuando nuestro Arzobispo, Julián Barrio Barrio, convocaba a la diócesis compostelana para que se embarcase con ilusión decidida en este proyecto. La memoria se torna agradecimiento hacia las parroquias y otras comunidades eclesiales que se volcaron en la preparación del sínodo, sabiendo que la Iglesia es corresponsabilidad de todos, y en particular a los grupos sinodales que periódicamente se reunieron para reflexionar sobre los temas propuestos y, a partir de tales reflexiones, ofrecer sugerencias y propuestas concretas para la marcha del sínodo. Hubiera sido deseable que en todas las parroquias de la Diócesis se hubiera canalizado la voz de la comunidad creyente para que estuviese debidamente representada. Pero hoy debe primar la gratitud sobre otros sentimientos.
Nuestro pastor había señalado, en el momento de convocarlo, tres ejes en torno a los cuales debía girar el sínodo: identidad, comunión y misión. De este modo, daba a entender que el sínodo no podía limitarse a una operación cosmética que embelleciese la apariencia de nuestra Iglesia por el simple procedimiento de maquillar sus deficiencias más visibles, sino que tendría que llegar a las raíces de nuestro ser y nuestro actuar como creyentes: qué significa ser cristiano en nuestra sociedad de aquí y de ahora, en la Galicia del siglo XXI; cómo podemos vivir y actuar en cuanto tales, dentro de la Iglesia, y desde la Iglesia hacia la sociedad y hacia el mundo; qué tenemos que ofrecer a las personas de nuestro tiempo; cómo nuestro mensaje puede seguir siendo anunciado como buena noticia, en particular para los pobres… A todo ello había que añadir el reto de reorganizar nuestras estructuras pastorales en una sociedad cuya configuración demográfica no es la de hace unas décadas, y teniendo en cuenta también –sin ser éste el estímulo principal, pero siendo desde luego un factor que no puede ignorarse– el descenso en el número de sacerdotes, lo cual, sin ser una buena noticia, sí puede ser un toque de atención para tomar conciencia de algo que es propio de la Iglesia, y no sólo de una Iglesia en crisis: que la diversidad de ministerios nos obliga a reconocer el papel del laico dentro de ella, saliendo de la clericalización excesiva a que estábamos acostumbrados.
Desde esta perspectiva, se elaboraron cuadernos de reflexión para los grupos sinodales agrupados en cinco temas: la transmisión de la fe, la Iglesia como comunión, la celebración de la fe, la Iglesia en la sociedad y la renovación de las estructuras pastorales. Las aportaciones de los grupos sirvieron para redactar los instrumentos de trabajo que serían sometidos a revisión y votación por la asamblea sinodal. Fruto de ello son los cinco documentos aprobados, cada uno de los cuales consta de una introducción y una serie de constituciones que indican líneas de actuación para nuestra diócesis en el futuro. Estos documentos se presentan al obispo para que, con las revisiones que considere oportunas, sean aprobados por él y se conviertan así en normativa diocesana. Por supuesto, el sínodo no puede entrar en los mínimos detalles, algo que más bien corresponderá hacer a los directorios y estatutos que se promulguen en los próximos tiempos, pero sí ofrece inspiraciones para orientar nuestra vida y pastoral diocesanas.
El sínodo es un acontecimiento de la Iglesia, y por eso no es de extrañar que muchos de los temas tratados tengan que ver con su actuación interna. Mas hemos de huir de la autorreferencialidad. Si queremos una mejor Iglesia no es para caer en la autocomplacencia, sino porque estamos convencidos de que sólo fiel a su identidad puede ser fiel a su misión, porque la misión es parte esencial de la identidad de la Iglesia. Queremos ser mejor Iglesia para ser evangelio, buena noticia, en particular para los pobres. Hemos de estar cerca de las pobrezas espirituales, de quienes han perdido toda esperanza, o esperan sin saber qué esperan. Pero también hemos de estar cerca de quienes carecen de recursos para llevar una vida adecuada a la dignidad humana; de quienes se encuentran en el paro; de quienes sufren explotación laboral; de las víctimas de los maltratos; de quienes se han visto obligados a abandonar su patria en busca de seguridad, física o económica; de los enfermos y de los ancianos, sobre todo de aquellos que sufren abandono; de quienes, por las razones que sean, están privados de libertad; de los países que no consiguen salir de la dependencia económica para lograr un adecuado desarrollo… Como nos enseña la parábola del Buen Samaritano, sólo aproximándonos podremos sentirlos como prójimos nuestros. Una Iglesia que abandona a los necesitados, abandona a Cristo.
Por eso, después de haber vuelto la mirada hacia el pasado, hemos de hacerlo ahora, de forma decidida, hacia el futuro. No es pequeña la tarea que se nos presenta ante los ojos, y no es la menor de las tentaciones la de caer en el desánimo o la frustración al ver que las cosas no proceden al ritmo deseado. Quizá algunas, o incluso puede que muchas, de las disposiciones propuestas por el sínodo parezcan irrealizables, al menos a corto plazo. No se nos ocultan las dificultades, que pueden proceder tanto de las limitaciones materiales, como de la escasez de personal o –como hemos de reconocer con tristeza, pero también con realismo– de las inercias y comodidades en que podemos estar instalados. El sínodo será sólo papel mojado si a la renovación de las estructuras no la acompaña una conversión en los corazones. Poco podrá hacer la Iglesia para evangelizar si sus miembros no admiten en sus vidas que el evangelio es la buena noticia para la vida del mundo; si sus ministros no se convencen de que han de vivir para el evangelio; si no sentimos la urgencia de ser testigos de Jesucristo para anunciar, con la fuerza del Espíritu, el amor de Dios Padre.
En este sentido, hemos de reconocer que el sínodo no lograría su objetivo si sólo cambia una estructura por otra, pero no consigue hacernos sentir con mayor intensidad la gracia inmerecida de la que somos portadores, para hacernos así también a nosotros gratuitos hacia ese mundo al que, como Iglesia, hemos sido enviados como testigos. Pero, y aquí hemos de poner nuestra esperanza, será un éxito si, a pesar de las dificultades, a pesar de no poder poner en práctica inmediatamente todas sus directivas, provoca en el conjunto de la comunidad cristiana el deseo de ser cada vez más fieles a esa vocación al servicio a la que hemos sido llamados.
Desde esta esperanza, que es deseo y confianza que nos vienen de Dios, nos dirigimos a todos los diocesanos para animarlos a participar en esta etapa, que puede parecer la más dura, pero que, con la gracia divina, será también la más fecunda, en la que las orientaciones sinodales habrán de ponerse en práctica. De todos, sacerdotes, religiosos y seglares, cada uno desde su propia responsabilidad eclesial, dependerá que todo esto no quede en un sueño.
Hacemos un llamamiento a las familias cristianas, para que sean testimonio ante el mundo de un amor que trasciende lo inmediato para mostrar su vocación de eternidad; para que, a pesar de las dificultades económicas y sociales, e incluso a través de ellas, sepan mostrar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo la pervivencia de los valores de unidad, diálogo, comprensión y solidaridad; para que cada vez con más entusiasmo asuman la responsabilidad en la formación integral de los hijos, y en particular para que sepan ser sus primeros evangelizadores y catequistas.
Nos dirigimos también a los sacerdotes, para que reaviven cada día la vocación primera, aquella que les hizo lanzarse con entusiasmo al seguimiento de Jesús en el servicio a su Iglesia. No olviden, sobre todo aquellos que tienen responsabilidades diocesanas o parroquiales, que en gran medida el éxito o el fracaso de la aplicación del sínodo dependerán de ellos. Aun sabiendo que las responsabilidades pastorales son cada vez mayores para un número más reducido de presbíteros, pedimos que no permitan que el desánimo o el cansancio frenen el impulso renovador de este sínodo, sino que, al contrario, se conviertan en los primeros promotores de la renovación personal y pastoral de la diócesis.
A los miembros de los institutos de vida consagrada, de las sociedades de vida apostólica y de los movimientos eclesiales pedimos que sigan ofreciendo con generosidad su espiritualidad y su carisma, tan necesarios a la Iglesia, en consonancia con las orientaciones del sínodo diocesano, sabiendo que el fin de toda la Iglesia es el mismo para todos: el anuncio de la buena noticia de Jesús, el ser signo e instrumento de la unión de la humanidad con Dios y de la unidad de todo el género humano, el llevar la santificación del Espíritu a todos los hijos de Dios.
A todos los fieles seglares, jóvenes, adultos y mayores, que constituyen la mayoría del pueblo cristiano, les pedimos que, en la medida de sus posibilidades, dentro de las actividades específicas de la Iglesia como, sobre todo, en su vida secular, en la educación, en el trabajo, en la política, en la economía y en la convivencia civil, sepan ser portadores en la caridad de la esperanza cristiana, de la que este sínodo sólo pretende ser un humilde testimonio.
Bajo la protección materna de la Virgen María y con el patrocinio de Santiago, el Apóstol Peregrino, pedimos sobre toda nuestra comunidad diocesana la bendición del Padre de las gracias, de Nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu Santo Paráclito.